¿Cómo elegir a los mejores para gobernar y gestionar la cultura?

Parece lógico pensar que si los partidos políticos son elegidos democráticamente, sus programas en materia cultural se debieran aplicar mediante los instrumentos que lo público tiene a su alcance. Se supone que para eso fueron elegidos, pues dicen que quien gana, manda. No obstante, la legitimidad que las urnas conceden a los políticos elegidos no les faculta para hacer según qué cosas, como por ejemplo, nombrar sin concurso a quienes han de gestionar lo público.

Da la sensación de que los últimos tiempos de crisis económica, precariedad institucional y debilidad política hubieran supuesto una excusa para devolver a la cultura (si es que alguna vez salió) a un estado de “sálvese quien pueda”.

De este modo, los avances promovidos por el Documento de Buenas Prácticas en Museos y Centros de Arte que con severa dificultad impulsaron algunas asociaciones de las artes visuales, parece como si se hubieran comenzado a desvanecer.

Ejemplos de ello ha habido varios, como lo fue la designación “a dedo” en 2014 del director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB); un hecho que en su momento generó un intenso debate y sobre el que Rubén Martínez compartió interesantes consideraciones (Vid.  Dejadnos hacer política con la cultura)

No es fácil determinar el límite entre las políticas culturales promovidas por los partidos y la necesaria independencia de quienes gestionan los equipamientos y programas culturales. Estos últimos se hallan expuestos en no pocas ocasiones al riesgo de sufrir injerencias políticas, mientras que por otra parte les son requeridos proyectos «propios» (y en sentido estricto, políticos) para acceder a los puestos de dirección. Casos como el que llevó a la dimisión a Eva González-Sancho, anterior directora del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (Musac), dan buena cuenta de este tipo de situaciones.

Es un hecho que, mientras que las organizaciones del sector social (el llamado tercer sector) parecen tener bastante claro que gobierno y gestión no son la misma cosa, en la cultura española estos parecen ser conceptos que a menudo se confunden.

Un ejemplo de esta confusión lo ha protagonizado, por ejemplo, la exdirectora del IVAM  -Consuelo Ciscar- actualmente imputada por su gestión al frente de este museo. Su nombramiento ejemplificó un extraordinario caso de injerencia política llevada al extremo, en el que ni siquiera fue un político quien designó “a dedo” a un gestor, sino que fue directamente una política -ella- la designada para desempeñar un puesto de gestión.

Tampoco se han librado de este tipo de confusión algunas formaciones políticas que en forma de candidaturas ciudadanas gobiernan algunas de las ciudades españolas en la actualidad.

De las buenas intenciones, a las buenas prácticas

En los últimos meses están aflorando interesantes debates, artículos e intentos institucionales orientados a mejorar la forma de gobernar y gestionar las instituciones culturales públicas. Siguiendo esta línea, la Generalitat Valenciana ha impulsado recientemente un Código de buenas prácticas en la cultura valenciana que más bien intencionado que eficiente, se une a los numerosos documentos con similares intenciones elaborados previamente en el ámbito de la cultura española.

Lo primero que desvela esta sobresaliente proliferación de códigos de buenas prácticas que sobre el papel aportan importantes mejoras, es la falta de capacidad de los distintos agentes y ámbitos de la cultura por dialogar entre sí para alcanzar acuerdos operativos de consenso.

Además, y según se pudo extraer del encuentro ¿Unidos, vencidos o solamente reunidos? La cultura en busca de consenso hacia las buenas prácticas, celebrado en 2015 entre distintas organizaciones profesionales del sector de la cultura que habían impulsado códigos de buenas prácticas en su ámbito de actuación; ninguno de los códigos había conseguido llevarse a la práctica en toda su dimensión, lo cual llevó a la conclusión de que el problema no es elaborar códigos, sino cómo generar incentivos para su cumplimiento voluntario. Esta es la clave, porque si no hay una voluntad sincera de consensuar prácticas éticas y de calidad, que pongan a la cultura en el centro, siempre habrá un resquicio para la trampa.

Escribía Rubén Martínez que el debate pertinente en cultura debería girar no tanto en torno a quiénes se eligen, sino en torno a la función pública de la cultura y cómo se han de articular sus instituciones:

“Una vez más, el tema no es si el dedo elige bien o mal, esto es poco menos que una consecuencia. El verdadero problema es no poder debatir sobre la función pública de la cultura o, como mínimo, revisar el carácter democrático de sus instituciones. El problema es que no podemos tener un debate político abierto sobre la función pública de la cultura institucional”.

Pero lo cierto es que mientras este ineludible debate se articula y va produciendo sus posibles frutos -para el cual se necesitan tiempos más dilatados que los que la urgencia del momento impone- no parece muy conveniente dejar la cultura a la deriva de una coyuntura política y económica que poco o nada parece dispuesta a hacer por mejorar su frágil situación.

Así pues, además de ir pensando nuevos modelos de gobernanza y gestión, y debatirlos de forma profunda; es urgente implementar ciertas prácticas concretas que puedan asegurar un fortalecimiento sistémico para una cultura, cuya estructura ya no aguanta mucho más. ¿Son los códigos de buenas prácticas la solución?

El mínimo común denominador como fórmula maximizada de avance

Si “cultura somos todos”, lo que debiera servir para todos (y todas) habría de funcionar para sus distintas partes. Por eso, y pese a la necesidad de una aproximación específica desde los distintos ámbitos sectoriales e iniciativas que partan de lo común, también es necesario proporcionar un enfoque que contemple puntos de vista más generalistas. Es aquí donde la cultura pública dispone de una visión y posición privilegiadas, además de una responsabilidad universal que ha de trascender lo que se limita a su mero ámbito de gestión.

No hay que olvidar que, a pesar de lo que se suele entender, las llamadas instituciones culturales no tienen por qué ser organizaciones ni sin ánimo de lucro, ni siquiera públicas; pues el abanico de la cultura se extiende desde el ámbito de la empresa, hasta el privado sin ánimo de lucro (como lo son muchas fundaciones), pasando por las instituciones de lo común.

Además, a la ecuación de políticos y gestores habría que sumar el hecho de que la mayoría de las instituciones culturales ya cuentan con órganos de gobierno propios que habitualmente tienen la forma de patronatos.

¿Qué decide un patronato de una organización cultural pública respecto a coyunturas políticas concretas y sus directrices programáticas? Es más, ¿dónde están los límites entre lo que decide una directora o director de una institución cultural y lo que pueda decidir su patronato? ¿Qué papel ha de tener entonces la ciudadanía en la gobernanza de las instituciones culturales?

No sólo existe una normativa que los regula, sino que también hay sobrados instrumentos de referencia sobre cuáles han de ser las funciones, características y conflictos habituales entre gobierno y gestión en organizaciones sin ánimo de lucro del tercer sector, que bien podrían servir de modelo al de la cultura. Solo es necesario adaptarlos a cada situación concreta y ponerlos en práctica.

Ya existen distintos códigos éticos y de buen gobierno funcionando en varias instituciones culturales de España, como el del Museu Nacional d’Art de Catalunya; o de guías para elaborarlos como Buen gobierno y buenas prácticas de gestión. Criterios para su desarrollo por las fundaciones, editada por la Asociación Española de Fundaciones; Reflexiones y propuestas para la mejora de los órganos de gobierno en el tercer sector: una visión a partir de los Consejos Asesores de Investigación del OTS, editada por el Observatorio del Tercer Sector, así como los numerosos materiales específicos que publica la Fundación Haz.

Respecto al papel de la ciudadanía, también es posible impulsar avances desde esta perspectiva a la vez que se vayan desarrollando los debates más profundos sobre distintas fórmulas para su participación y gobernanza. Estos avances han de partir de la exigencia de rendición de cuentas que toda institución cultural –por su necesario impacto social- ha de ejercer como servicio público a la ciudadanía. Un servicio que excede mucho más de, simplemente, proporcionar productos y servicios culturales.

¿Qué es lo relevante para que cada institución cultural pueda rendir cuentas? Los detalles dependen de cada caso concreto, pero lo que no ha de faltar es lo que se encuentra indisolublemente ligado a su misión como institución y que consiste en qué decisiones toma para cumplir la misión, por qué las toma y cuáles son los resultados de sus acciones.

Por esta razón, cuando se piensa en cómo elegir a los mejores para la mejor cultura posible, se ha de pensar en cómo los procesos selectivos pueden garantizar el cumplimiento de estas condiciones básicas.

Así pues, es necesario garantizar que los elegidos rindan cuentas suficientemente, en tiempo y forma y no sólo ante sus patronatos o formas establecidas de gobierno, sino también –esto es imprescindible- ante la ciudadanía.

Además, los proyectos solicitados a los candidatos han de pasar de ser meras declaraciones de intenciones a definir compromisos concretos acompañados de la forma en la que se puede evaluar su cumplimiento. Los cargos van con cargas, porque gobernar y gestionar lo público significa asumir importantes responsabilidades que tendrán consecuencias para todos los ciudadanos.

En esta línea, y en prevención de la posible creación de redes clientelares en torno a la gestión de la cultura pública, sería interesante que sus eventuales gestores fueran sometidos a algo similar a “periodos de carencia”. De tal manera, quienes estén o hayan ejercido el poder desde lo público, durante un periodo de tiempo limitado no podrían participar, por ejemplo, en comités de selección para otros puestos similares, dando opción con ello a una ampliación de la diversidad de agentes y puntos de vista en los órganos de selección del poder fáctico de la cultura pública.

Ni que decir tiene, que cuando se adquiere un compromiso con la gestión de lo público también se han de acordar, con consecuencias vinculantes legalmente, mecanismos para solventar y sancionar posibles situaciones de incumplimiento, pues el interés general ha de primar sobre la capacidad y el talento particulares.

Por esto mismo también, cuando se convoca un concurso público se ha de asegurar que la administración convocante cumpla escrupulosamente con los principios de igualdad, mérito y capacidad y que se informa –y se da garantías- a los posibles candidatos, de con qué recursos y “reglas del juego” habrán de desarrollar su proyecto. Es decir, el compromiso ha de venir por todas las partes.

Asimismo, se han de flexibilizar las fórmulas de gobernanza y gestión incluyendo la posibilidad de candidaturas colectivas, tal como defendía Zemos98 recientemente. Es un hecho que, en muchos casos, a los nombramientos de puestos directivos les suelen acompañar otras personas que, sin figurar en proyecto alguno ni formar parte de ningún documento previo, se da por hecho que es legítimo que acompañen a la directiva o directivo de turno como personas “de confianza”.

Al hilo de esta cuestión también sería interesante regular hasta dónde debería llegar el nivel de falta de confianza por parte de los directivos seleccionados hacia los empleados públicos de las organizaciones que pueda justificar la pretendida necesidad de estas personas “de confianza” en un entorno donde ha de primar la igualdad, el mérito y la capacidad.

Así pues, desde este punto de vista y, sobre todo, desde la experiencia de cómo se trabaja en cultura, la posibilidad de presentar candidaturas colectivas se debería incorporar cuanto antes a las convocatorias.

Finalmente, es necesario señalar que la ética y las buenas prácticas se han de extender a todo el impacto de los procesos de selección, desde la forma de elección, hasta la gestión posterior realizada por los seleccionados pues de nada sirve elegir a los mejores, de la mejor manera posible, si no se asegura que, después, los elegidos aplicarán las “buenas prácticas” a todas sus actuaciones posteriores desde sus cargos.

Porque no son raros casos en los que se llega a la cultura por concurso público para luego, desde dichos puestos, contratar «a dedo» (eso sí, a unos amigos distintos a los de los anteriores), saturar las estructuras públicas con personal «de confianza» y externalizar empleo que debiera ser estructural con contratas muy cuestionables éticamente y muy particularmente en lo que a las condiciones laborales de sus empleados se refiere.

No hay que olvidar que incluso el venerado principio de arm’s lenght de las instituciones culturales británicas se ha visto amenazado ante una crisis económica. Por eso toda supervisión ciudadana de las instituciones culturales es necesaria y todos los mecanismos y políticas que la faciliten, urgentes.

Comentarios

  1. Muy interesante el artículo y humildemente lo comparto en casi todos sus puntos. Yo añadiría que el problema apuntado no lo es solo en el ámbito cultural. En otros, y en entidades del tercer sector que se financian con dinero público, el % de puestos de trabajo (incluida dirección) que se cubren a través de concurso con publicidad debería ser proporcional al % de dinero público que cubre su presupuesto. Me parece que la democracia pasa necesariamente por la igualdad de oportunidades, que ignorar que constantemente se incorporan nuevos agentes al «mercado» es una ceguera interesada, y que la «excelencia» se consigue a través de los méritos, de la transparencia, y no a través de facilitar la ocupación a los mas afines (cuando es con dinero público y quizás también cuando lo es con el privado).

  2. Bueno, quizás me he equivocado y no se trate solo de redistribuir los recursos (materiales, económicos, «humanos») sino de distribuirlos(lo que implica estar en disposición de hacerlo).