Javier Reverte: Niños listos, adultos necios

HAZ30 agosto 2011

Siempre que veo las fotos de los niños de esos países que Kapuscinski llamaba el Sur me fijo en sus miradas. Me llama la atención, sobre todo, lo despiertas que suelen resultar.

Cuando hablas con muchos de estos niños, que pasan una buena parte de su vida en la calle, que a menudo trabajan desde muy pequeños y que, incluso, a veces realizan pequeños robos para ayudar a subsistir a sus familias, te das cuenta que son listos como el hambre, y nunca mejor utilizada la expresión. Un día, en Addis Abeba (Etiopía) le dije a un taxista al que había contratado para recorrer la ciudad: «Los chicos de este país son muy inteligentes». Y el taxista, que se llamaba Tefarí, me respondió: «África está llena de niños listos y adultos necios».

«¿Por qué dice eso?», le pregunté. Y él respondió: «Porque hay un momento en que se nos cierran todos los caminos para aprender. Y si no hay escuela, la inteligencia se seca y muere».

En ese momento me acordé del escritor George Orwell. Cuando era un joven periodista, el autor de 1984 se zambulló en los bajos fondos de Londres para escribir un reportaje sobre la pobreza. Y en su trabajo concluyó sorprendentemente que la pobreza, antes que nada, embrutece. Sus argumentos resultaban terminantes: los pobres dirigen todos sus esfuerzos a librarse de la miseria cotidiana, se concentran en lo inmediato de su situación y, a causa de ello, pierden el pensamiento abstracto, lo que ciega su capacidad para elaborar cualquier tipo de estrategia a medio o largo plazo con la que escapar de la miseria.

Orwell y Tefarí decían lo mismo de distintas maneras.

Días después, viajé hacia Bahr Dar, una bulliciosa ciudad tendida en las orillas del sur del lago Tana, y esa misma tarde salí a dar una vuelta por la parte vieja de la urbe. Al poco, me rodeó una panda de niños alborotadores y, cuando me quise dar cuenta, uno de ellos había metido la mano en mi bolsillo y me había robado un puñado de birrs, la moneda local: calculo que, más o menos, el equivalente a treinta y tantos euros. Otros chavales comenzaron a gritar, supongo que la mayoría de ellos para permitir que el ladronzuelo escapara. Huyó, claro está. Pero unos minutos después, un chico espigado y de bellas facciones se acercó a mí. «Yo le acompaño a la policía para que lo denuncie, señor», dijo muy serio en inglés.

No esperaba recuperar nada, pero la situación me hacía gracia y me dejé llevar por él. Se llamaba Natnael, tenía quince años y su mirada brillaba con una luz cándida y melancólica.

Denunciamos el robo en una destartalada comisaría, ante un policía que me miraba con actitud aburrida y cansina, como si quisiera decirme: «¿Por qué se empeña en tratar de arreglar algo que, como bien sabe usted, no tiene remedio?».

Luego Natnael me acompañó al hotel. Le invité a un refresco y me contó que era el mayor de seis hermanos, que su padre no trabajaba porque estaba enfermo y que sobrevivían con lo que ganaba su madre en una fábrica de tejidos.

Natnael cursaba secundaria, pero el siguiente año ya no podría seguir estudiando, pues la escuela deja de ser gratuita a partir de ese grado en Etiopía. «¿Y qué te gustaría ser?», le pregunté. «Médico» –respondió sin titubear–, «pero antes de eso quisiera aprender muy bien el inglés». «No lo hablas nada mal», respondí. «Me faltan muchas palabras –repuso–. Tengo un diccionario de inglés-amárico y todas las noches me aprendo varias nuevas. Pero es un diccionario malo y no tengo un buen libro de gramática».

El chaval me despertaba una enorme ternura. «Muy bien, Natnael –le dije al fin–. Ve ahora mismo a una librería, preguntas cuánto valen un buen diccionario y una gramática ingleses y me traes el precio escrito».

Media hora más tarde, aparecía de nuevo con un papel en el que llevaba escritos los precios. No llegaban, en total, a diez euros al cambio. Le di el dinero. «Mañana me traes los libros y me los enseñas», le dije. Sonrió con dulzura y se marchó. Supuse que no regresaría, pero pensé que, al menos, su familia tendría dinero para comer algo mejor durante unos cuantos días. Y sin embargo, la mañana siguiente estaba esperándome en la puerta del hotel antes de la hora fijada. Me enseñó los dos libros y me dio las vueltas en birrs. Tenía una sonrisa luminosa.

Tiempo después, escribí la historia en un libro de viajes por Etiopía. Y unos meses más tarde, al término de una conferencia que di en Barcelona, una mujer se me acercó y me pidió la dirección de Natnael. Le ha pagado los estudios desde entonces. Por lo que sé, el muchacho –un hombre ya- habla un inglés excelente y ha seguido estudios de medicina.

Natnael fue un chico listo y ya nunca será un adulto necio. A Tefari le hubiese gustado que le contase la historia.

Texto: Javier Reverte. Imagen: Renzo Giraldo
Relato y fotografía extraídos de La hora del recreo. Erradicar el trabajo infantil en Latinoamérica. Fundación Telefónica, 2010

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