¿Cómo participar en las políticas culturales?

“Lo importante es participar”. Es posible que, quienes pertenezcan a la generación a la que con cada derrota se les citaba esta frase, cada vez que les inviten a “participar” (y nada más) se vean irremediablemente asaltados por una melancólica sensación de fracaso.

Los últimos tiempos políticos han traído a la escena cultural española una notable profusión de iniciativas destinadas a –según se suele indicar– facilitar la participación de la ciudadanía en la definición de las políticas culturales.

Sin duda, se trata de acciones que a muchos podrían ilusionar, si no fuera porque parecen el síntoma de un diagnóstico preocupante: que la gente no participa suficiente o adecuadamente en las decisiones sobre cultura.

Asumiendo este supuesto, se podrían distinguir algunas casuísticas que explicarían y matizarían esta presunta falta de participación y que abarcan, desde quienes sí han querido participar pero por razones diversas no han tenido oportunidad, hasta quienes lo han hecho pero no han sido tenidos en cuenta, pasando por quienes han participado pero de una forma estéril o inadecuada.

Incluso se podría hablar de un hecho que está siendo muy difícil de ser aceptado por los profesionales del sector: que hay quienes no participan porque, sencillamente, la cultura no les interesa.

Promover una mayor y mejor participación en la definición de políticas culturales implica, indudablemente, impulsar la calidad democrática y el desarrollo social, pero esta invitación se ha de plantear -necesariamente- teniendo en cuenta las causas por las que la participación de la ciudadanía no ha tenido el impacto deseado hasta la fecha.

De lo contrario, estas invitaciones a la colaboración terminarán por ser una falacia, pues sólo los de siempre serán quienes finalmente formen parte del proceso, los cuales acabarán por hablar «en representación» de los demás y la sensación de fracaso respecto a la utilidad de dichas acciones terminará por aflorar de manera explícita.

Ejemplo de esta miopía y cierta incoherencia son algunas iniciativas municipales que, por ejemplo, entre sus principales objetivos persiguen la descentralización de la cultura («llevarla a los barrios»), mientras que para tratar dicho asunto convocan testarudamente a la ciudadanía -una y otra vez- en los mejores equipamientos culturales del centro de la ciudad.

Otro ejemplo podría ser la persistente importancia concedida a la participación presencial en espacios cerrados, por oposición a una sociedad que, cada vez más, aprovecha las oportunidades de lo online para favorecer la interacción y la conciliación de quienes precisamente tienen más problemas para estar presentes y ser tenidos en cuenta.

Por otra parte, resulta poderosamente llamativo que las estructuras y modelos de participación habidas hasta el momento no estén teniendo un particular peso específico en estas iniciativas.

Parece que haya una cierta voluntad -no está claro si consciente o inconsciente- de efectuar una tabula rasa respecto a las fórmulas de participación cívica en las políticas culturales habidas anteriormente a este tipo de convocatorias.

Uno de los estándares de participación cívica en la cultura más habituales de las últimas décadas han sido las asociaciones, desde las tradicionales de “amigos de…” a las de profesionales con vocación de representatividad sectorial y política. Pese a que su actividad y presencia persisten, lo cierto es que la efectividad de esta fórmula asociacionista está cada vez más en entredicho.

Escribía David Márquez en El crepúsculo de los lobbies que, el patrón sectorial en el que hemos fundamentado nuestra participación pública en temas de cultura ha ido evolucionando, por lo que este modelo “de las asociaciones profesionales como articuladoras e interlocutoras de los sectores de la cultura, parece estar viendo ciertos agotamientos y cuando menos, graves disfuncionalidades, de los que deberíamos ser conscientes si queremos pensar el futuro de la cultura en nuestro país”.

El emperador va desnudo

No hay duda de que una parte importante de las asociaciones del sector de la cultura podrían ejemplificar el caso de quienes, hasta la fecha, sí han participado en la definición de políticas culturales, aunque de forma estéril o inadecuada.

No obstante, las actuales convocatorias de participación por parte de las distintas administraciones tampoco deberían pasar por alto los hechos y modos del pasado -aunque solo sea para ponerlos en cuestión y, si acaso, terminar por desecharlos- ya que su omisión no asegura que los participantes estén consecuentemente asumiendo ningún avance respecto a lo anterior.

Es más, alguno de estos procesos de participación ciudadana podrían dar la sensación de estar orientados a definir modelos ya inventados y actualmente funcionando, o incluso, fracasando.

Ejemplos aleatorios de fórmulas de participación podrían ser los Consejos de Cultura, como el Consello da Cultura Galega, en funcionamiento desde 1983; las Oficinas de Apoyo, como la Oficina de Apoyo al Sector Cultural del Gobierno de Canarias; los Consejos Asesores, como el Consejo Asesor de Cultura del Ayuntamiento de San Sebastián; los Patronatos o incluso los Círculos de Mecenas.

Casos ha habido de procesos que, partiendo de cero, paradójicamente han terminado definiendo lo que ya existía. Sin embargo, no es deseable que este tipo de escenarios se fomenten entre los ciudadanos por causa de la común falta de conocimiento por parte de todos.

Lo explica bien la Física Mecánica: fuerza y trabajo son conceptos distintos, de tal manera que no siempre un esfuerzo produce un desplazamiento de la materia (trabajo). Por eso, aunque suceda y sea positivo, el objetivo final de estas convocatorias no debería ser que sus participantes se formen e informen durante el proceso, sino que las administraciones logren dotarse de instrumentos eficientes de participación ciudadana en el gobierno y la gestión de la cultura.

Un ejemplo de estas acciones que terminan en el punto de partida inicial lo protagonizaron recientemente los distintos grupos políticos integrantes de la Comisión de Cultura de la Junta de Castilla y León, quienes con el beneplácito previo de algunos agentes del sector de la cultura, en febrero de 2016 debatieron la creación de un Consejo de las Artes como fórmula para mejorar la participación ciudadana en cultura.

Sin embargo, éste resultó ser un órgano ya existente llamado Consejo para las Políticas Culturales de Castilla y León, fundado en 2012 y que elocuentemente no se había reunido ni una sola vez desde su creación.

Al margen del flagrante desconocimiento sobre la existencia del citado Consejo por parte de quienes paralelamente estaban promoviendo y apoyando su creación, parece claro que tampoco hay demasiado que reprochar, pues es evidente que ha resultado ser un órgano carente de la más mínima eficiencia y transparencia y, por lo tanto, profundamente irrelevante y prescindible. Un hecho que, dicho sea de paso, tampoco parece haberle importado a nadie hasta la fecha, incluyendo a sus propios integrantes.

Superar la fase del prototipado

Cuando en el año 2010 Mikel Etxebarria Etxeita escribió el artículo Consejos de cultura en las comunidades autónomas, por aquel entonces existían ocho de estos consejos en: Asturias, Canarias, Cataluña, Comunidad de Madrid, Comunidad Valenciana, Comunidad Foral de Navarra, Galicia y País Vasco.

En la actualidad, algunos, como el consejo gallego, pueden acreditar más de 30 años de actividad, por lo que sí existe una trayectoria suficiente para poder probar la utilidad de esta fórmula en nuestro país.

Los resultados de tales instrumentos son patentes: un panorama territorial muy desigual porque, pese al nombre y a las comunes intenciones sobre el papel, no todos estos consejos han actuado en base a los mismos principios y exigencias. Es ahí donde radica la clave.

Parece claro que de nada sirve crear estructuras administrativas si previamente no se han definido unos principios fundamentales básicos de funcionamiento y supervisión.

Por mucho que se creen órganos, oficinas, consejos o incluso leyes para la cultura; de nada servirán si, por una parte, las instituciones carecen de una misión correctamente articulada e incumplen insistentemente con los fundamentos más básicos de la rendición de cuentas; y si, por otra parte, la ciudadanía en general -y los agentes culturales en particular-  tampoco ejercen su responsabilidad de supervisar el funcionamiento de dichas instituciones, exigiéndoles que rindan cuentas y que cumplan con su misión.

Así pues, la definición de misión y objetivos, la rendición de cuentas y la supervisión ciudadana constituyen principios básicos imprescindibles para que, en lugar de mera interacción con las instituciones, la ciudadanía pueda -verdaderamente- participar en ellas.

Sería interesante que, sin más dilación, las distintas administraciones se animaran a impulsar estos principios desde las estructuras ya existentes. No parece aconsejable paralizar las decisiones y procesos administrativos, mientras el tiempo de la legislatura corre paralelo a que un grupo de trabajo vaya descubriendo los principios básicos del buen gobierno.

Si se anima a una participación efectiva, eficiente y plural, también se ha de estar dispuesto a definir quiénes han de hacerlo y en qué medida su aportación ha de ser vinculante, pues cuesta mucho concebir una cultura participativa basada en términos de corresponsabilidad si ésta no viene acompañada de una verdadera distribución del poder, estructurada de manera eficiente y relevante, en la que opinar no se plantee confusamente como sinónimo de decidir.

El reto está sobre la mesa: hacer de la participación ciudadana un ejercicio eficiente, relevante y vinculante.

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