Sobre la Ley de Mecenazgo: La guinda del pastel

Tendemos a pensar que las medidas e iniciativas que nacen de la clase política son fruto de un sopesado estudio y una cuidadosa meditación. La relevancia de los problemas que tienen que abordar nuestros policy makers tiende a revestir sus decisiones de un aura de rigor y seriedad.

Pese al descrédito que los políticos se han ganado en esta última década, y es mucha la energía que han puesto en ello, necesitamos seguir confiando en que los gestores de la res publica han hecho el firme propósito de no dejarse llevar por la improvisación y la ligereza. La finalidad de la decisión en el ámbito de la política tiene como objeto la elaboración de políticas públicas o, lo que es lo mismo, de marcos institucionales que fijen reglas del juego. Esas reglas, como es natural, presuponen un análisis previo de la realidad en el que se identifica el presunto problema, se justifica por qué ha surgido, se subraya su relevancia en la agenda pública y se señalan las posibles vías para solucionarlo.

Ninguna de estas condiciones parece haberse cumplido en la propuesta de la Ley de Mecenazgo, anunciada por el secretario de Estado de Cultura, José María Lasalle, y coreada por su ministro, o, al menos esa es la impresión que nos ha llegado a través de las declaraciones de sus máximos responsables. La defensa de una Ley de Mecenazgo, y de sus posibles beneficios, debería apoyarse en un estudio de los modelos actuales de financiación de la cultura, sus posibles carencias y limitaciones, la existencia de modelos y experiencias aprovechables en nuestro entorno cultural, la descripción de las ventajas del nuevo modelo propuesto, las medidas de transición o acompañamiento para la adopción del nuevo sistema, los procesos de consulta a todas las organizaciones implicadas, etc.

Nada de todo lo anterior nos ha sido anticipado. La única información que nos ha llegado de la pareja Wert-Lasalle es que el modelo actual de financiación no es sostenible y que el mecenazgo será la solución a todos nuestros problemas. Ese escueto mensaje ha ido acompañado de otras declaraciones como la de que «hay que terminar con la cultura de la subvención».

Resulta sorprendente que el discurso sobre el futuro modelo de financiación de la cultura se sustente, de momento, en lugares comunes y en unas cuantas frases que parecen extraídas de un almanaque. Como es natural, ante tanta simplificación el sector no ha tardado ni dos segundos en reaccionar. Algunas plataformas, como la Asociación Española de Fundaciones (AEF), han aprovechado la situación para preguntar al Gobierno ¿qué hay de lo mío? Pues no faltaba más, si se van a aprobar deducciones y bonificaciones fiscales para la cultura, ¿qué esperaban?, ¿qué las organizaciones sociales se quedasen calladas? Muy al contrario, se frotan las manos confiadas en que el dinero fluirá de las manos de unos mecenas que, al parecer, se encuentran invernando debido a nuestro pacato régimen fiscal.

Pero tal cosa no va a acontecer por muchas razones. En primer lugar, porque el régimen impositivo fiscal, en la balanza de motivaciones de los donantes, nunca ha tenido ni tendrá el peso que le conceden con cierta ingenuidad la AEF y otros lobbys similares. La tan cacareada generosidad anglosajona no depende de los incentivos fiscales, que ni son ni han sido nunca tan generosos como se nos quiere hacer entender, sino de una serie de factores entre los que destacan: la existencia de una cultura que ha incentivado el protagonismo de la sociedad civil y de un conjunto de prácticas dirigidas a impulsar la transparencia, el buen gobierno y la rendición de cuentas de las instituciones.

En nuestro país, paradójicamente, nadie habla de estos temas, cuando deberían ocupar el primer puesto en las prioridades de nuestros políticos y plataformas sociales. En segundo lugar, porque, como argumentan en este mismo número Marta Rey y Elena Vozmediano, dos de las mejores conocedoras del sector cultural de nuestro país, ni el mecenazgo tiene tanto peso en los países europeos ni se puede prescindir del enorme papel que juega y jugará el sector público.

Nadie puede estar en contra de mejorar el tratamiento fiscal de las donaciones a las actividades artísticas y culturales, pero esa medida no puede servir de excusa para que el Gobierno claudique de sus responsabilidades básicas. El periódico The Guardian analizó recientemente los recortes del Gobierno británico al presupuesto de cultura y el papel de los mecenas. Charlotte Higgins, la periodista del diario británico, entrevistó durante meses a decenas de filántropos para conocer sus opiniones: ¿Will philanthropy save the arts? La respuesta de todos ellos fue unánime: «Nosotros solo somos the icing on the cake (la guinda en el pastel). Financiamos aquellos proyectos innovadores que los organismos de la Administración Pública no pueden arriesgarse a apoyar, pero el Gobierno tiene la obligación de proporcionar el pastel».

Lamentablemente nuestro problema no es quién pone la guinda al pastel, sino la falta de harina y manteca y, sobre todo, de una buena receta para elaborarlo.

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