Las compañías farmacéuticas y el acceso a los medicamentos en el tercer mundo

La novela de John Le Carre, El jardinero fiel, llevada recientemente al cine, y en la que se narra la conmovedora historia de Quayle, un flemático diplomático inglés que decide investigar el asesinato de su mujer, ha vuelto a poner bajo los focos el trabajo de las compañías farmacéuticas en los países menos desarrollados.

Hay que reconocer que la novela ha sabido combinar todos los ingredientes para construir un duro alegato contra la industria farmacéutica difícil de desmontar.

Una mujer joven, inteligente, apasionada y guapa, colaboradora desinteresada de una ONG en África, es asesinada cuando intenta revelar las turbias maniobras de una empresa farmacéutica.

Es la historia de David contra Goliat, un combate desigual. Como expresa uno de los personajes de la película, «es la lucha de unos cuantos voluntarios que trabajan en organizaciones con ordenadores donados frente a empresas que tienen millones para gastar en relaciones públicas».

Ahora bien, con independencia de la verosimilitud de la trama de El jardinero fiel, lo cierto es que el sector farmacéutico no parece gozar de buena imagen en las últimas dos décadas. Para mucha gente resulta difícil justificar los enormes beneficios de las compañías farmacéuticas, cuando millones de niños mueren diariamente por falta de medicamentos o por tener estos un precio excesivo.

En efecto, cada año las enfermedades infecciosas matan a 14 millones de personas en los países menos desarrollados, lo que equivale a 30.000 muertes diarias. En África, las enfermedades infecciosas y parasitarias representan el 60% de las muertes.

En Europa, sin embargo, representan sólo un 5% del total, mientras que un 70% de las muertes son causadas por el cáncer y las enfermedades cardiovasculares (las cuales están correlacionadas con la edad y factores inherentes al estilo de vida).

De las 14 millones de muertes (alrededor de 1.600 cada hora) causadas por enfermedades infecciosas y parasitarias que se estima tuvieron lugar en 1999, la mayoría fueron de personas pobres en países en desarrollo, incluyendo 6,3 millones en África y 4,4 en el sudeste de Asia.

Más de la mitad fueron muertes de niños que no habían cumplido cinco años. Seis enfermedades –neumonía, diarrea, sida, malaria, sarampión y tuberculosis- son, según la OMS, la causa de la mayoría de estas muertes, que matan principalmente a niños y a jóvenes. Se estima que sólo la malaria tiene un coste de 12.000 millones de US$ de pérdidas en el PIB de los países del África subsahariana y consume el 40% del gasto en salud pública de la región.

Ante la crudeza de estas cifras las miradas se vuelven airadas hacia las empresas farmacéuticas, acusándolas de ser las principales responsables de esta situación.

El sector farmacéutico, argumentan sus detractores, parece preocupado exclusivamente de ganar cada año más dinero con la venta de medicamentos, cuyo precio hincha artificialmente para pagar los altos salarios de sus ejecutivos.

Resulta escandaloso, acusan, que su investigación esté centrada en desarrollar productos para atender las enfermedades de los países opulentos (cardiovasculares y del sistema nervioso), mientras en los países pobres la gente se muere por falta de la medicación adecuada o por ser ésta demasiado cara.

La solución

La solución, de acuerdo con el Informe Beyond Philanthropy, elaborado conjuntamente por Oxfam, Save the Children y VSO, es fácil, y pasa por adoptar las siguientes medidas.

1) Precios diferenciales para los países menos desarrollados. Las compañías farmacéuticas deben tener una política de precios especial para los países menos desarrollados que atienda los problemas de la salud pública que esos países enfrentan. Esa política de fijación de precios debe ser transparente, no estar circunscrita exclusivamente a algunos medicamentos estrella y, si es posible, supervisada por una entidad pública independiente.

2) Mayor flexibilidad en la protección de las patentes. Las compañías farmacéuticas deben flexibilizar la aplicación de la protección de sus patentes cuando éstas afecten o puedan afectar gravemente a la salud pública de esos países.

Una medida que pueden tomar es conceder licencias para la producción a empresas locales de países en vías de desarrollo. De no hacerlo así, los países podrían invocar la «cláusula compulsoria», de acuerdo con los procedimientos de la OMC, que les autoriza a producir los medicamentos cuando consideren que la salud de su población está en peligro.

3) Más investigación y desarrollo en las enfermedades infecciosas. Las compañías deben hacer un mayor esfuerzo por destinar más recursos a la investigación y desarrollo de medicamentos para las enfermedades infecciosas. Este esfuerzo debe incentivarse con medidas que desgraven fiscalmente a las compañías.

La contribución de la industria farmacéutica

¿Pero qué hay de cierto en estas acusaciones? ¿Son las empresas farmacéuticas las causantes de esta situación? ¿Acaso el problema de las altas tasas de mortalidad se resuelve bajando los precios o renunciando a la protección de las patentes, como reclaman algunas de las ONG? Respecto a la investigación en enfermedades infecciosas, la mayoría de las grandes empresas farmacéuticas argumentan que lo llevan haciendo desde hace varios años.

Entre los ejemplos más conocidos suelen citarse los esfuerzos de Bayer y GlaxoSmithKline, conjuntamente con la OMS, para desarrollar una droga o un tratamiento que combine la terapia y el medicamento contra la enfermedad de la malaria; el Instituto de Medicina Tropical en Singapur (122 millones de US$ de inversión desde su constitución) creado por Novartis, focalizado en desarrollar terapias para el tratamiento del dengue y la tuberculosis; el nuevo laboratorio en Bangalore, India, dedicado a la investigación de tratamientos para la tuberculosis B, financiado (10 millones de US$ para la construcción del edificio y 5 millones de US$ para los gastos corrientes) por AstraZeneca, o el programa de donación de Mestizan, uno de las primeras iniciativas de la industria, para tratar la onchocerciasis («river blindness») impulsado por Merck y cuyo monto asciende a 174 millones de US$ hasta la fecha.

Además, están las alianzas impulsadas conjuntamente por el sector para combatir determinadas enfermedades, como la Iniciativa para la Erradicación de la Polio (PEI), la Roll Back Malaria (RBM), Stop Tuberculosis, la Alianza Global para la Vacunación y la Inmunización (GABI), el Fondo Global para la lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria (GFATM) o la Alianza Global para eliminar la Filariasis Linfática (GAELF).

En cuanto a la contribución total de la industria, un reciente estudio realizado por la Federación Internacional de la Industria Farmacéutica (IFPMA) y validado por el Centro de Salud y Cuidados de la London School of Economics el pasado mes de marzo muestra que en los últimos cinco años, desde que se lanzó por Naciones Unidas la campaña para la consecución de los Objetivos del Milenio, las 126 alianzas creadas por los departamentos de I+D de las principales empresas farmacéuticas han prestado asistencia sanitaria a 539 millones de personas o, lo que es lo mismo, más de dos tercios de la población de los países subsaharianos.

En este periodo la industria ha proporcionado medicinas, vacunas, equipos, educación en salud y mano de obra por un valor estimado de 4,3 mil millones de dólares. Esta cifra supera a toda la ayuda oficial al desarrollo de Canadá durante el año 2004 o la de Holanda, y es tres veces mayor que la de Suiza.

Otra de las magnitudes de comparación es contrastarla con la suma de las ayudas durante el año 2005 de Oxfam, Médicos sin Fronteras y Save the Children que juntas arrojan la cifra de 650 millones de dólares. Más problemáticas resultan las recomendaciones de aplicar precios diferenciales a los países menos desarrollados, la acusación de ganar beneficios desproporcionados o la propuesta de renunciar a la protección de las patentes.

Como apunta Regina Revilla, directora de Relaciones Externas y Comunicación de MSD, «si bien parece que las patentes son el enemigo de acceso a los medicamentos, eso no es así. Las patentes son las que permiten que se genere la investigación y que ésta se transmita y aporte mejoras a quienes lo necesiten. En el caso del sida, nuestra compañía aplica una política de precios diferenciados para los antivirales Crixivan y Stocrin, suministrándolos a precios de coste en los países donde el sida es epidémico.

Pero esto no es suficiente, el problema no se arregla bajando sólo el precio, es necesario facilitar el acceso a los medicamentos de manera eficaz, lo que pasa por mejorar la infraestructura sanitaria de esos países, luchar más decididamente contra la corrupción y formar al personal sanitario. Es un esfuerzo conjunto en el que la industria farmacéutica puede ayudar mucho, pero en el que es necesario el concurso y el compromiso, sobre todo, de los gobiernos locales».

Sida, acceso a los medicamentos y lucha contra la corrupción

La inquietud por la lucha contra la corrupción es una de las preocupaciones mayores del último informe de Transparency Internacional. El Informe Global de la Corrupción 2005 de la TI está dedicado a la lucha contra la corrupción en el sector de la salud.

En uno de los capítulos del informe, los expertos Liz Tyler y Clare Dickinson, declaran que «existen amplias pruebas de que la corrupción obstaculiza los esfuerzos para prevenir la infección del sida y tratar a las personas que viven con el virus en muchas partes del mundo».

Las estimaciones más prudentes señalan que en el África Subsahariana, el 7% de las mujeres y el 2% de los hombres están infectados. En algunos países como Botswana, Swazilandia y Zimbabwe esa cifra llega hasta el 25% entre la población adulta. Las drogas anti-retrovirales (ARVs) han conseguido aumentar la calidad de vida de los infectados por el virus considerablemente.

En África se estima que una persona después de haber sido infectada tiene un promedio de seis años de vida, con los ARVs su expectativa de vida se puede duplicar o triplicar.

En esta última década el tratamiento con los ARVs ha pasado de ser un medio reservado a las clases pudientes a un tratamiento bastante accesible a las personas de bajos recursos, cerca de 700.000 personas reciben este tratamiento en los países menos desarrollados.

Sin embargo, si bien en muchos países existen drogas anti-retrovirales donadas en cantidades importantes o a precios muy subsidiados, existen muchas evidencias de corrupción por parte de los funcionarios del gobierno, administradores de programas de salud y trabajadores en los hospitales.

No es infrecuente que se soliciten favores sexuales, monetarios o materiales a cambio de la medicación y de cuidados adecuados (Global Corruption Report 2005. Corruption and Health); se negocien y vendan los tratamientos en el mercado negro, en Tsavo Rooad (Nairobi) se venden grandes cantidades al día, o se aproveche el bajo precio de los medicamentos en los países menos desarrollados para exportarlos a un precio superior a otros países y obtener una cuantiosa ganancia.

A título de ejemplo, un mes de suministro de Convivir de GlaxoSmithKline cuesta unos 610 US$ en Inglaterra y 20 US$ en Uganda, Tanzania y Kenia. Según algunas ONG, las empresas farmacéuticas exageran la escala de este problema para tratar de aliviar la presión que sufren para que bajen los precios a los países menos desarrollados, pero lo cierto es que Glaxo está cambiando la marca y el color de los AVRs que vende en los países en desarrollo para tratar de minimizar los riesgos.

En todo caso, lo que si parece claro es que no basta presionar a las empresas farmacéuticas para que bajen sus precios; los precios podrán bajar pero si no se atacan otros problemas como la ineficacia de los sistemas de salud, la falta de canales de distribución que lleguen a la población afectada y, sobre todo, la corrupción en los gobiernos receptores de la ayuda, el esfuerzo de las empresas farmacéuticas no habrá servido de mucho.

Los gastos en I+D y la coyuntura económica del sector

Algunos representantes del sector farmacéutico declaran que otro de los problemas es que no se conocen bien los enormes gastos que implica el desarrollo de un nuevo medicamento, aproximadamente unos 800 millones de dólares, según la estimación más comúnmente aceptada.

Las empresas farmacéuticas dedicadas a la investigación invierten una media del 15% de su facturación en el desarrollo de nuevos medicamentos. Atendiendo a la cantidad de nuevos medicamentos autorizados, los gastos de investigación y desarrollo (I+D) que afronta la industria farmacéutica han aumentado sustancialmente en los últimos años, es decir, que para desarrollar un nuevo medicamento, las empresas farmacéuticas deben invertir, por término medio, cada vez más dinero.

Según Stefan Schneider y Silvia Quaglini de UBS Wealth Management Research: «Los gastos en I+D –son muy elevados porque los prometedores ensayos de laboratorio que se realizan con un principio activo no garantizan que la compañía pueda lanzarlo más adelante como un medicamento nuevo. Apenas los investigadores hallan un principio activo interesante desde el punto de vista médico, la empresa solicita la patente.

Esta patente suele tener una validez de 20 años. Pero antes de que surja un nuevo medicamento, el principio activo deberá pasar por una serie de fases de ensayos.

Así, hasta que la empresa obtiene la autorización para la comercialización, transcurren, por lo general, de diez a quince años. Muchos de estos principios activos no resultan ser aptos durante el proceso de ensayos de varias fases y deben ser dejados de lado. De 7.500 principios activos sometidos a ensayos en laboratorio o con animales, sólo uno llega a las estanterías de las farmacias u hospitales.

De hecho, las compañías farmacéuticas sólo generan más beneficios de los que invirtieron en el desarrollo con un 30% de los medicamentos finalmente autorizados». Además, las empresas farmacéuticas tienen que hacer frente al mercado cada vez más competitivo de la industria de medicamentos «genéricos», fármacos más baratos elaborados por las empresas una vez ha vencido la patente del medicamento.

En la actualidad los medicamentos genéricos representan un poco más de la mitad de todos los medicamentos vendidos en los Estados Unidos. La investigación y desarrollo de un genérico viene a costar alrededor de un par de millones de dólares, muy lejos de los 800 millones de dólares que cuesta un fármaco nuevo.

Como señala Javier Mur, socio responsable de Health and Life Sciences de Accenture: «Lo cierto es que la industria farmacéutica está sufriendo una caída progresiva de la rentabilidad en los últimos años debido a diversos factores».

«Por una parte esta la administración pública que tira hacia abajo los precios de los medicamentos, en los mercados donde los precios están regulados, y presiona para que se modere el consumo con el fin de que la factura por la cobertura sanitaria le salga más barata; y por otra se están incrementando los gastos en I +D, ya que las exigencias de pruebas clínicas para nuevos medicamentos son mucho mayores y ha diminuido sensiblemente el ratio de éxito de sacar un nuevo medicamento al mercado. Prueba de ello es la evolución en bolsa del sector en los últimos años. El mercado ya no está premiando a aquellas empresas que invierten más en I+D porque los retornos de esa inversión no son tan seguros como hace unos años».

Después de todas estas consideraciones no resulta fácil emitir un veredicto. De un lado nos encontramos ante la realidad durísima de la pobreza, ante la muerte de millones de personas, muchas de ellas niños. De otra, con un sector que en los últimos años ha realizado un esfuerzo considerable para intentar paliar estas situaciones, en una coyuntura en la que ve como se están estrechando sus márgenes, al tiempo que aumenta el escrutinio de sus actividades por grupos activistas y ONG con gran influencia en la opinión pública.

Quizá, lo que la industria esté necesitando es continuar invirtiendo en I+D y, cómo no, seguir impulsando las alianzas para combatir las principales enfermedades infecciosas, pero tampoco le vendría mal invertir en producir una buena película que contrarreste el mal sabor de boca de El jardinero fiel. ¿Pero, se atreverá alguien a hacerla?

Victoria Hale y su lucha por las enfermedades olvidadas

En el verano del 2000, Victoria Hale se encontraba en Bihar, India, una de las zonas más castigadas por una enfermedad infecciosa llamada leishmaniasis, también conocida como kaalazar, o fiebre negra, que causa cerca de 500.000 muertes al año. La enfermedad se extiende por la picadura de un mosquito y destruye poco a poco los órganos internos.

Algunas drogas pueden curarla, pero están perdiendo eficacia a medida que el parasito se vuelve más resistente.

Además, el precio de la droga es demasiado caro para la gente de Bihar, varios cientos de dólares. «Cuando regresé a mi hotel –cuenta Victoria Hale- después de pasear por las estrechas calles de Bihar y comprobar los efectos del Kaalazar rompí a llorar y tome el propósito de hacer algo. Llamé por teléfono a mi marido y le comenté entre sollozos que quería dedicarme a ayudar a esta gente. Y él me contesto: seguro, regresa a casa y lo haremos juntos».

Hale, que había trabajado como investigadora farmacéutica para la Food and Drug Administration y para el gigante de la biotecnología Genentech, regresó a su casa de San Francisco y con ayuda de su marido, el físico Ahvie Herskowictz, decidió crear el Instituto OneWorld Health, la primera compañía farmacéutica no lucrativa en los Estados Unidos.

Si tomamos las cifras de enfermos causadas por el kaalazar y las comparamos con enfermedades similares en los Estados Unidos comprobaremos que se encuentra justo detrás de las enfermedades coronarias y el cáncer. El problema es que el kaalazar está concentrado en las zonas más pobres del planeta: India, Nepal, Bangladesh, Sudán y Brasil, donde viven pacientes con poco poder adquisitivo para atraer la atención de las empresas farmacéuticas.

Victoria quería romper esta brecha enorme, crear una compañía farmacéutica sostenible económicamente y que, al mismo tiempo, se preocupase por los más necesitados. «Las compañías farmacéuticas miden sus resultados en términos de beneficios, nuestra idea era poner en marcha una compañía que midiese su éxito por el número de vidas salvadas y de enfermedades curadas».

Con el fin de lanzar la compañía, Victoria comenzó a recaudar dinero de personas individuales, empresas y fundaciones (la Fundación de Bill y Melinda Gates le donó más de 5 millones de dólares), y a apoyarse en la ayuda voluntaria de cientos de investigadores farmacéuticos y personas de otros campos.

En la actualidad el Instituto está a punto de recibir la aprobación de su primer medicamento, una versión del paromomycin, que puede curar la leishmaniasis de manera muy eficaz y a un coste aceptable para los pacientes. Así mismo el Instituto está fijando su atención en el desarrollo de medicamentos y vacunas para combatir otras enfermedades, como la malaria o la diarrea infantil.

«Nos encontramos en medio de una auténtica revolución en las ciencias farmacéuticas. Los investigadores han desarrollado potentes medicamentos para combatir las enfermedades de los países ricos, como el cáncer o las enfermedades coronarias. La ciencia está ahora en condiciones de hacer lo mismo con las enfermedades infecciosas que afligen a una parte importante de la población mundial. Lo único que necesitamos es la voluntad de hacerlo».

Victoria fue galardonada con el premio a la Innovación por la revista The Economist en el apartado de la innovación social y económica.

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