Una iniciativa social muestra el teletrabajo como la antesala de una mudanza al pueblo

La asociación Rooral se alía con pequeños ayuntamientos para organizar estancias temporales de profesionales que experimentan una inmersión en la vida del campo.
<p>Javier Alzórriz, en su oficina rural. Foto: J.B.</p>

Javier Alzórriz, en su oficina rural. Foto: J.B.

La vida de Ignacio Barrero se acelera allá por octubre. Empleado en una empresa familiar que comercializa productos ibéricos y vinos, este sevillano de 34 años se enfrenta entonces a un exigente pico de trabajo para cerrar los pedidos de regalos navideños de grandes clientes. Por eso, a su familia le extrañó que justo en esa época decidiera marcharse durante tres semanas a Artieda (Zaragoza), un pueblo de 70 habitantes en el Prepirineo aragonés.

Días después, ellos no fueron los únicos sorprendidos.

Para las 7:30 de la mañana Ignacio ya andaba atareado, pero no entre jamones y tintos, ni frente al ordenador o al teléfono. Tiraba de pala y azada para cavar y construir un estanque para los patos en la huerta. Después, conectado a Internet, atendía el trabajo de su empresa como si estuviera en la oficina. “Ni me lo imaginaba, nunca había hecho nada parecido”, recuerda. “Esos días me conectaron con mi infancia, cuando ayudaba a mi abuelo a cuidar de los frutales”.

A su regreso de Artieda se mudó a casa de sus padres durante el periodo de restricciones de movilidad por la pandemia e instaló bancales de madera reciclada en una esquina del jardín. Hoy mima las acelgas, los calabacines y las tomateras, que alcanzan los dos metros, y sigue pasando allí casi todo su tiempo libre: “Me planteo cada vez más si quiero volver a vivir en el centro de Sevilla”.

La colaboración en el huerto era una de las opciones que se ofrecían al grupo de siete personas que vivieron en Artieda la primera experiencia de teletrabajo e inmersión en el mundo rural organizada por la asociación Rooral en octubre de 2020. Hoy, 18 personas han formado parte de estas estancias, una en Camprovín (La Rioja), de 177 habitantes, y dos en Artieda, la última de ellas el pasado mayo. Algunas, como Ignacio, se cuestionan si quieren seguir viviendo en la ciudad. Otras ya han tomado la decisión de mudarse a un pueblo.

La propuesta no se basa solo en el disfrute del entorno. Sus promotores la idearon como algo más que una mera transacción en la que los urbanitas gozan de la vida en la naturaleza durante un tiempo y las localidades reciben ingresos en las casas rurales o restaurantes. Crean espacios de encuentro para que las personas experimenten “otras maneras de sentir y de hacer”.

“Ofrecemos que quienes viven en la ciudad puedan reconectar consigo mismos, con la naturaleza y también con la comunidad local”, afirma Juan Barbed, bilbaíno de 34 años, cofundador de Rooral junto a la malagueña Ana Amrein, de la misma edad.

Barbed profundiza en uno de los pilares sobre los que se asienta su asociación: “Queremos ayudar a unir dos mundos que no se hablan. Nuestra sociedad te invita a reunirte con quienes piensan como tú, comparten tu misma situación socioeconómica, edad… Y hemos perdido una diversidad que podemos recuperar en parte acercándonos al mundo rural, a sus tradiciones, a su cultura, a su espiritualidad”.

Los usuarios son profesionales con un nivel económico medio y medio-alto, que se desempeñan en puestos que les permiten trabajar a distancia.

Conocer en profundidad la vida del pueblo

Los usuarios son profesionales con un nivel económico medio y medio-alto, que se desempeñan en puestos que les permiten trabajar a distancia. Siete de cada diez son mujeres, les preocupa su bienestar, echan en falta el contacto con la naturaleza y tienen “sentido de comunidad”.

Pagan entre 500 y 1.500 euros por una habitación individual de una a cuatro semanas y reciben clases de yoga, sesiones de meditación, baños de bosque o recogen setas acompañados de guías locales. Durante su estancia dedican tiempo a relacionarse con los vecinos de estos pequeños pueblos que ofrecen una buena conexión a Internet, iniciativas de desarrollo rural en marcha y una población abierta, acostumbrada a recibir visitantes.

Artieda, cuyo caserío se aprieta abrazado sobre una loma, como si se protegiera de la amenazadora lengua del embalse de Yesa, reúne estas características y algunas más. Desde 2017 sus 70 vecinos colaboran para frenar la despoblación alrededor del proyecto Empenta (impulsa, en aragonés), que se apoya en la participación ciudadana para detectar necesidades y oportunidades de desarrollo.

La mejora de la red de acceso a Internet, un centro de trabajo compartido, el albergue de peregrinos, un cámping, un huerto ecológico, el programa de soporte a las personas mayores Envejece en tu pueblo y la iniciativa social La jardinera, que recupera plantas aromáticas autóctonas, son una muestra de los pasos que se han dado desde entonces.

En un contexto así, la propuesta de Rooral les brinda la posibilidad de lograr varios objetivos: darse a conocer a personas que pueden trabajar desde cualquier lugar, generar ingresos en las casas rurales, los restaurantes y los servicios que prestan los habitantes, y contribuir a la socialización de los vecinos, enumera el alcalde, Luis Solana (Chunta Aragonesista).

“Nos ilusionó desde el principio porque suma a todo lo que estamos haciendo y porque busca que quienes nos visitan conozcan en profundidad la vida del pueblo”, subraya. “Los que vienen a trabajar aquí nos aportan vida, relaciones, conocimiento, y a veces su formación nos ayuda a mejorar los proyectos locales”.

Una de las señas de identidad de este intercambio es precisamente una “alianza desde la humildad”, como la definen sus promotores, que van siempre de la mano de los ayuntamientos y de la población local. Luis Solana valora mucho el modo en que Barbed y Amrein se acercaron: “Nos hicieron un planteamiento muy respetuoso, algo que es fundamental”, destaca. También insiste en este aspecto Arturo Villar (Izquierda Unida), alcalde de Camprovín: “Llegaron con mucho cuidado, con mucho tacto, sin la prepotencia que muestran algunas personas de la ciudad”.

“Nuestro principal objetivo es cuidar los pueblos, porque en ellos y en sus habitantes está el corazón de nuestra vida social”, defiende Barbed, que fue uno de los cuatro invitados por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico a la mesa debate Jóvenes y territorio: talento y emprendimiento en la década del desarrollo sostenible, el pasado 4 de junio.

Asegura que no aspiran a repoblar estas localidades ni a “colocarlas en el mapa”, sino a contribuir con una acción más a las actividades que ya se desarrollan. “No todo el mundo está hecho para vivir en un pueblo, pero una experiencia como esta te ayuda a entenderlo y a quererlo”.

<p>Juan Barbed y Ana Amrein, en el centro de cotrabajo de Artieda. Foto: J.B.</p>

Juan Barbed y Ana Amrein, en el centro de cotrabajo de Artieda. Foto: J.B.

Algo cambia en su interior

De cualquier modo, ya han descubierto que algo cambia en algunas de las personas que viven la experiencia del teletrabajo en un pueblo. El alcalde de Camprovín ofrece un ejemplo: su ayuntamiento rehabilitó hace cuatro años una vieja bodega y la convirtió en un centro municipal de cotrabajo, con habitaciones. “Vinieron a teletrabajar tres parejas jóvenes, estuvieron entre seis meses y un año y decidieron quedarse definitivamente, las tres han alquilado y comprado casas aquí”, cuenta Villar.

También Araceli Rodríguez, una valenciana de 38 años dedicada a la consultoría de innovación social, vivió las dos semanas que pasó en Camprovín teletrabajando con Rooral como el empujón para tomar una decisión que llevaba tiempo meditando: mudarse a un pueblo. Tiene su casa en Canet de Berenguer, una población de 4.000 habitantes en la costa. No es una gran ciudad, reconoce, pero sufre la presión urbanística y la masificación en verano.

Así, a la vuelta de su estancia en La Rioja se trasladó a un enclave de 60 habitantes en el interior de la provincia de Castellón, junto al límite con Teruel, a 900 metros de altura. En Villanueva de Viver teletrabaja y reside con su pareja, acompañados de Sangui e Inka, dos hembras de perro de agua español. “Primero probamos un mes en una casa rural, para ver si era lo que queríamos, y luego decidimos alquilar una casa por seis meses”, cuenta.

La idea de que el teletrabajo convierta en residentes a quienes acuden a pasar una temporada está muy presente para el alcalde de Artieda. “Hoy en día está claro que la repoblación pasa obligatoriamente por acoger personas que no tienen vínculos previos con el pueblo, necesitamos atraer nuevos pobladores y el teletrabajo es una forma”, sostiene Solana.

Esta tendencia ha llamado la atención de la Cátedra de Despoblación y Creatividad de la Universidad de Zaragoza. “Nos interesa tanto que vamos a encargar dos estudios para analizarlo”, anuncia su director, el economista Vicente Pinilla.

En su opinión, el teletrabajo puede tener un alto potencial para fijar población en el mundo rural, sobre todo si derriba la barrera que suponen los continuos desplazamientos a la sede de la empresa. “Si puedes trabajar en una ciudad pero vivir a una hora de ella y te desplazas solo una o dos veces por semana, es una buena opción”, afirma Pinilla.

No obstante, no todos los pueblos parten de las mismas condiciones para aprovecharlo, advierte el catedrático, ya que se benefician aquellos con un acceso fácil desde las ciudades, que cuentan con una buena conexión a Internet y que, además, ofrecen atractivos a los ojos de los forasteros, como la belleza paisajística o las actividades de ocio.

Anchel Reyes, de 29 años, sociólogo y vecino de Artieda, coincide con esa reflexión desde su doble condición de afectado y de estudioso del fenómeno. Él fue uno de los profesionales que condujeron el proceso de reflexión Empenta.

En su opinión, el teletrabajo es una tendencia en alza que se podría ver como “una panacea” cuando no es posible basar el desarrollo rural en la agricultura o la ganadería. “Yo tengo una visión más crítica, no todos los pueblos pueden aspirar a tener un coworking”, argumenta. “Además, si quieres replicar algo así en otro sitio debes tener muy en cuenta que no todos los lugares son como Artieda, con gente joven y tan participativa”.

<p>El vermú es un espacio de conversación que reúne a teletrabajadores y a vecinos de Artieda. Foto: J.B.</p>

El vermú es un espacio de conversación que reúne a teletrabajadores y a vecinos de Artieda. Foto: J.B.

Ampliar perfiles y pueblos

Los promotores de Rooral son conscientes de que en una primera fase su proyecto se orienta a un tipo de pueblos y también a un perfil determinado de asistentes. “Cuando hayamos validado el modelo, veamos que funciona y consolidemos el impacto nos gustaría poder ofrecer becas para que puedan vivir la experiencia personas que no pueden permitírselo, y también encontrar la forma de ayudar a localidades que no tienen esas infraestructuras ni ese tipo de población”, asegura Barbed.

En el capítulo de retos, Reyes agrega una condición adicional para que el teletrabajo pueda consolidar nueva población: la disponibilidad de vivienda para alquilar o para comprar. Cuenta que el programa Empenta llevó 15 nuevos habitantes a Artieda, quienes han ocupado todos los espacios disponibles. “Por el momento ya no cabe nadie más”, dice.

En el afán de los responsables de la asociación por sortear algunos de estos desafíos, Amrein encontró la manera de ampliar la oferta con la incorporación de Benarrabá (Málaga), en el sur de la Serranía de Ronda. Con una población estable en los últimos años en torno a los 460 habitantes, cuenta con fibra óptica desde diciembre de 2018 y en seis meses prevé estrenar un centro de cotrabajo en pleno casco urbano, de 500 metros cuadrados, con capacidad para 70 personas.

Su alcalde, Silvestre Barroso (Partido Popular), encuentra la propuesta muy atractiva porque invita a una inmersión en la vida local. “Me gusta mucho lo que nos plantea Ana (Amrein) porque buscan que los que llegan convivan con la gente de aquí. Ahora tenemos algunos que vienen por un tiempo, salen de casa justo para sacar el perro y casi no los ves, eso no es convivir”, se lamenta.

“Es bueno que venga gente y, si le gusta, se quede”. Benarrabá cuenta con un hostel con 100 camas y viviendas en alquiler por 250 o 300 euros al mes, según Barroso. Y una población abierta, accesible: “Aquí te lo ponemos muy fácil, aunque vengas de fuera te acercas al bar a tomar un café y cualquiera ya te está dando conversación”.

A esta condición de extraños que pueden cargar a los urbanitas que se mudan al campo alude el escritor John Berger en su libro Puerca tierra, que abre la trilogía De sus fatigas, un retrato de la fortaleza de quienes viven en las zonas rurales: “No dejamos de ser forasteros que han escogido vivir aquí”.

Así lo experimentó Araceli Rodríguez cuando se mudó al interior de Castellón. “Al llegar sientes una barrera, tienes que ganarte la confianza de los vecinos”, asegura. “Me di cuenta de que yo resultaba algo intrusiva, mostraba mi entusiasmo hablando mucho y muy rápido, y escuchaba poco. Las personas del pueblo son más pausadas, más observadoras, y tienen muchas ganas de acogerte”.

Hoy, las mujeres de Villanueva de Viver la invitan al paseo de las cinco de la tarde.

También fue preciso aprender a relacionarse con los vecinos de Artieda. En los primeros encuentros entre los teletrabajadores y la población local plantearon una ronda de presentaciones en la que cada cual compartía en voz alta quién era y a qué se dedicaba, al estilo de los ejercicios que se suelen organizar en los seminarios y encuentros profesionales a los que estaban acostumbrados a acudir. No funcionó. “Nos dimos cuenta enseguida, y buscamos otras formas de acercarnos y de conversar con los vecinos, de compartir espacios y algunas tareas con ellos, como ayudarles a plantar boliche, una variedad de judías autóctona”, admite Barbed.

Durante su estancia organizaron comidas, fiestas con los más jóvenes o reuniones en torno al vermú, un ritual que se repite a mediodía y por la tarde en la terraza del albergue. En uno de esos encuentros se conocieron Javier Alzórriz, de 32 años, nómada digital que dirige a distancia equipos de venta para una empresa de Londres, y Rosa Roca, de 35 años, psicóloga que atiende a 45 personas mayores que viven solas en Artieda y en otros tres pueblos de la comarca. Ambos descubrieron que comparten mucho más de lo que habrían esperado.

<p>Teletrabajadores, en plena faena en el huerto. Foto: J.B.</p>

Teletrabajadores, en plena faena en el huerto. Foto: J.B.

“Un intercambio brutal de conocimiento”

Tal fue la sintonía que Javier se tomó su “primer día de vacaciones del año” para pasar la jornada con Rosa, acompañarla a visitar a tres mayores que viven solas e ir al médico para recoger algunas recetas. “Conectamos muy rápido, aluciné con ella”, cuenta Javier. “Estoy haciendo el trabajo final de mi MBA sobre la forma en que los mayores perciben los últimos años de su vida y cómo los pasan, y lo que me contó Rosa me interesó muchísimo. La vi interactuar con ellos, el vínculo humano que establece, cómo crea esa conexión y el valor que les aporta, les hace más felices”.

Rosa dirige el proyecto Envejece en tu pueblo en Artieda, Salvatierra de Esca, Sigüés y Mianos. Visita a las personas mayores, les hace compañía, ejercita con ellas la psicomotricidad o la memoria, y las lleva al médico o al banco. “Necesitaba saber cómo podía medir el impacto que consigue el programa en los mayores y Javi me ayudó mucho con eso”, recuerda. “Me diseñó una encuesta de satisfacción digital muy sencilla de rellenar para ellos, con emoticonos, con la que puedo ver sus expectativas cuando llegan y hacer un seguimiento para entender cómo valoran el servicio y sus progresos a lo largo del tiempo”.

Después de las dos semanas en Artieda, Javier no tiene previsto mudarse al campo, aunque le gustaría tener una casa en un pueblo para ir de vez en cuando. Recuerda que su estancia le sorprendió mucho, no fue lo que esperaba: “Existe un intercambio brutal de conocimiento y de experiencias vitales que no es fácil de cuantificar ni de explicar a otros con la profundidad que realmente tiene”. Siente que se ha llevado mucho más de lo que ha podido dejar allá. Aún no sabe que las personas a las que visitó aquel día todavía suelen preguntar a Rosa: “¿Qué tal Javi? Dale recuerdos”.

A este trueque “entre dos mundos que de otra forma quizá no se hubieran encontrado” alude también Anchel Reyes, que valora mucho la intensidad de la relación que se forja entre los habitantes y los teletrabajadores: “Se crea un espacio de encuentro para que personas con formas de vida muy diferentes podamos aprender unas de otras”.

En un entorno como este se dan las condiciones para reformular una “narrativa rural que es catastrofista”, según Rosa Roca. “Los que llegan chocan con los estereotipos que traían, y ven que hay proyectos en marcha y que hemos elegido este tipo de vida por algo”.

Este aspecto también lo acoge con satisfacción el alcalde de Camprovín, Arturo Villar. Su localidad celebra desde 2017 el festival de arte contemporáneo Camprovinarte y prepara actualmente un ecomuseo, entre otras actividades. “La experiencia de los teletrabajadores nos da la oportunidad de dar una visión muy real y positiva de lo que son los pueblos, nos parece muy bien”, explica.

<p>Grupo de participantes de la primera experiencia Rooral. Foto: Rooral.</p>

Grupo de participantes de la primera experiencia Rooral. Foto: Rooral.

Lecciones de humanidad

Rooral alberga precisamente este propósito de mostrar el mundo rural como una fuente de historias compartidas y de aprendizajes poderosos porque así lo sienten sus fundadores. Se conocieron en México en 2015 y enseguida conectaron.

Ana Amrein se había formado en Relaciones Internacionales y trabajaba para Fundes, una organización social que apoya a las micropymes en Latinoamérica. “Nómada desde los 12 años”, nació en Málaga, estudió en Suiza y ha vivido en Argentina, Vietnam o Costa Rica. “Pensaba que lo nuevo era siempre lo mejor, y que me reinventaba en cada destino”, explica.

¿Qué le llevó entonces a detenerse y promover un proyecto así? Sus raíces.

El padre de Ana nació en una familia de granjeros en Wauwil, un pueblo en la Suiza central, donde a los cinco años comenzó a vender leche para ayudar a su madre, que acababa de enviudar. De niña, Ana pasaba los dos meses de todos los veranos allá y fue forjando una relación muy íntima con su abuela.

Por parte de madre procede de “una familia burguesa de Santander y Madrid”. “La relación con mi abuela materna era más transaccional, me regalaba cosas”, rememora. “El trato con mi abuela paterna estaba basado en compartir momentos, vivencias, una relación más profunda que me ha llenado de recuerdos”.

Cuando se conocieron, Juan Barbed trabajaba en Kiva, una plataforma de micromecenazgo que ofrece microcréditos sin interés para iniciativas locales en 80 países. Juan había estudiado Empresariales con especialidad en finanzas y después de dos años en la banca privada decidió volcarse en lo social.

Viajó como voluntario de Kiva a El Salvador, Nicaragua, Ghana y Togo, y posteriormente trabajó para la organización. Abrió la oficina en Lima (Perú) y fue destinado después a San Francisco (Estados Unidos) y Bangkok (Tailandia).

La experiencia sobre el terreno en las zonas rurales de estos países le regaló “las mayores lecciones de humanidad” que había recibido hasta entonces. Y la visita a Luesia (Zaragoza), de 300 habitantes, para enterrar a su abuela en 2019 significó el empujón definitivo para impulsar el proyecto. “Lo vi claro”, recuerda. “Sentí cómo gente que no nos conocía nos acompañó, nos abrazó en el funeral y en el entierro y nos invitó a sus casas, recibimos un arropamiento que no esperábamos y que agradecimos de corazón”.

Lo aprendido hasta ahora servirá a Ana y Juan para dar sus próximos pasos, entre los que mencionan la incorporación de nuevos destinos en diversas zonas geográficas y con distinta población, como Viniegra de Abajo (La Rioja), de 75 habitantes; Poza de la Sal (Burgos), de 275, o Somiedo (Asturias), de 1.100. En otoño proyectan un programa de ocho semanas en Artieda por el que pasarán diferentes grupos de teletrabajadores, y para cuya coordinación contratarán a una persona vecina del pueblo.

También van estableciendo alianzas con otras entidades que trabajan por el desarrollo rural, como Apadrina un Olivo, una empresa social que comenzó en 2016 recuperando los olivos centenarios de Oliete (Teruel), de 343 habitantes, y que hoy ha logrado revitalizar la zona. Ha salvado 14.000 árboles gracias a 6.000 padrinos y madrinas de todo el mundo que han generado casi 20.000 visitas a la localidad, produce aceite en una almazara local, ha creado 22 puestos de trabajo y ha hecho posible que la escuela rural permanezca abierta gracias a la llegada de diez empleados y sus familias.

El presidente de Apadrina un Olivo, Alberto Alfonso, explica que Rooral llevará teletrabajadores a vivir en Oliete, a un espacio de 400 metros cuadrados dotado de instalaciones y servicios para que puedan alojarse. Este centro de cotrabajo forma parte de un proyecto que contempla además una incubadora de emprendimiento rural y propuestas de digitalización de la economía local, denominado Despertadores rurales inteligentes.

“El medio rural tiene la oportunidad de abrazar la tecnología y la digitalización, de convertirse en anfitriones acogedores y abrirse a gente que viene con ganas”, defiende Alfonso. “Y lo es también para quienes quieran probar a vivir en espacios más descontaminados, viviendas grandes y más económicas, espacios abiertos y con fácil acceso a las ciudades”.

No todos coinciden de partida con esta visión tan entusiasta. Anchel Reyes apuesta por que el desarrollo sea principalmente local, basado en los propios recursos de la zona. Y se muestra preocupado por que se incorpore a los teletrabajadores de una forma adecuada, “no invasiva, que respete la autonomía y la forma de vida de los pueblos”.

Reyes percibe el riesgo de que el teletrabajo consolide el hecho de que la ciudad sea el centro, aunque se trabaje a distancia: “Corremos el peligro de convertirnos en una mera sucursal de lo que pasa en las ciudades”.

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