De la transparencia a la participación en políticas sanitarias

Gracias por invitarnos, porque es la primera vez que nos invitan a participar en un debate en el que van a hablar sobre nosotros", así empezaba la intervención de Carmen, representante de una asociación de personas mayores, en un mesa de trabajo para analizar las políticas de envejecimiento activo y saludable que se está promoviendo desde la Comisión Europea.
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David Córdova7 julio 2016

Análogamente parece que hay muchas ‘Cármenes’, que como pacientes no se han sentido involucradas en la elaboración de políticas públicas o en el desarrollo de colaboraciones público-privadas entre la industria farmacéutica y los sistemas de salud europeos.

Teniendo siempre al paciente como beneficiario final de toda política sanitaria, sin embargo, no parece que siempre se haya contado con ‘Carmen’ a la hora de determinar qué necesidades tiene, bajo qué condiciones y a qué coste.

De la necesidad se hace virtud

No obstante, podemos considerar que esta realidad está cambiando. Las políticas de reducción del gasto farmacéutico o los impopulares copagos no son instrumentos suficientes para hacer sostenibles los sistemas de salud, pues ninguno de ellos puede revertir la exitosa y privilegiada situación de progreso que disfrutan nuestras generaciones: vivimos más años y la innovación nos da acceso a nuevos fármacos.

Lo que es motivo de orgullo –la población occidental nunca ha gozado de una longevidad como la actual ni ha tenido acceso a tantos medicamentos– es también motivo de preocupación para la sostenibilidad del sistema de salud.

Nos encontramos con una población mayor y muchos más enfermos crónicos, por tanto el gasto incrementa progresivamente. El modelo sanitario enfocado al tratamiento de agudos y que gira en torno a la figura del hospital no parece ser válido en el nuevo escenario sociológico. El peso de la balanza necesita inclinarse hacia pacientes con enfermedades crónicas (problemas cardiovasculares, diabetes, etc.).

Ante esta situación, gobiernos, gestores e industria empiezan a ver a los pacientes/ciudadanos no solo como beneficiarios del sistema de salud sino como el principal agente que puede hacer sostenible el sistema. Dicho de una manera simple, ¿qué mejor forma de reducir el gasto que previniendo enfermedades?

Y la forma de evitar o reducir es contando con ciudadanos-pacientes activos, responsables de su salud y, en caso de enfermar, que puedan gestionar su enfermedad.

Empoderar al paciente se convierte, por tanto, no solo en una razón de ética y justicia sino en una necesidad básica para el sostenimiento de nuestros sistemas de salud.

Podríamos decir que un paciente empoderado es aquel que cuenta con la información necesaria para gestionar su enfermedad, pero también que tiene acceso a instrumentos de representación para que sus necesidades e inquietudes sean escuchadas y tenidas en cuenta, tanto a la hora de elaborar políticas públicas como, por ejemplo, a la hora de elaborar los Informes de Posicionamiento Terapéutico, donde es necesario profundizar en su papel concreto.

Al respecto ya el Comité Económico y Social de la Unión Europea instó a que «se tendrían en cuenta las opiniones de los pacientes, que se les facilitaría el acceso a sus propios datos y que se promovería la participación de sus asociaciones».

En este sentido, las asociaciones de pacientes responden a estas necesidades y asumen un papel de mayor relevancia.

A través de ellas, podemos favorecer que incremente el número de ciudadanos-pacientes responsables de su salud, que conocen su enfermedad y que la autogestionan hasta donde es posible.

En algunos momentos se ha escuchado la queja de contar con un sistema muy atomizado de asociaciones de pacientes, lo que dificulta la interlocución con ellos desde la Administración pública. Por otro lado, falta un mayor análisis académico y objetivo sobre las miles de asociaciones de pacientes, su grado de representación real, la transparencia de los intereses que defiende y la transparencia de su financiación.

La legitimidad social y la independencia

La legitimidad social de las asociaciones de pacientes se fundamenta en su independencia de la industria y de intereses políticos o profesionales, en articular y defender con eficacia los intereses de sus asociados. Por ello, es esencial que las asociaciones se doten de los instrumentos adecuados que garanticen su legitimidad social.

En este sentido, propondría que las asociaciones generen su propio código de conducta o buenas prácticas como instrumento adecuado para garantizar su legitimidad social.

Ciertamente la industria, presionada por la opinión pública, ha dado pasos al respecto. La patronal europea EFPIA adoptó en 2007 –y modificado en 2011– el Código EFPIA de Buenas Prácticas en las Relaciones entre la Industria Farmacéutica y las Organizaciones de Pacientes.

A su vez, Farmaindustria aprobó el Código Español de Buenas Prácticas de Interrelación de la Industria Farmacéutica con las Organizaciones de Pacientes en el año 2008, cuyo contenidos fueron revisados e integrados en el Código de Buenas Prácticas de la Industria Farmacéutica de 2014 (artículos 17 y 18).

Siendo muy positivo que exista este código de la industria farmacéutica sería oportuno que las asociaciones de pacientes contaran también con un código que favorezca los principios que le otorgan la legitimidad social antes mencionada. Los códigos de conducta establecen por lo general principios o valores de carácter ético que la organización desea establecer y, a su vez, estos valores son aplicados a situaciones concretas mediante normas de actuación.

En este sentido, más allá del cumplimiento de la legalidad, este código debería recoger los principios que regulen la relación con sus asociados, las relaciones con los poderes públicos y los procesos de decisión en los que participan (p.ej., las IPTs) así como la relación con la industria farmacéutica.

Los principios básicos que regulen estas relaciones deberían garantizar derechos básicos de los ciudadanos-pacientes asociados como el derecho al acceso a la información, de donde se deriva también la transparencia, y el derecho de asociación para representar y participar en los procesos de decisión pública. Y por tanto, las relaciones con los diversos agentes antes mencionados deberían articularse bajo el compromiso de trasladar información veraz, defender los intereses de los asociados y no los de terceros (industria, colectivos profesionales, etc.), y la transparencia en la financiación como mecanismo que permita el escrutinio y vigilancia pública.

En este sentido, probablemente una revisión de la Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente, sería oportuna en estos momentos, y entre otros aspectos podría recoger la obligatoriedad de un código de buenas prácticas para toda asociación de pacientes.

¿Queremos un sistema de salud sostenible? Políticos, administración, profesionales e industria necesitan situar en el centro al paciente y entre todos dotarle de los instrumentos necesarios para que ejerzan su papel de «expertos por experiencia en la enfermedad», pues son ellos los que día a día viven con esta condición, interactúan con los profesionales sanitarios y se benefician de los resultados esperados.

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