Fundación Bill y Melinda Gates: la más poderosa y la peor gobernada

El pasado martes 3 de agosto, coincidiendo con el inicio del periodo vacacional en muchos países, Bill y Melinda Gates anunciaron públicamente su divorcio, que fue aprobado legalmente por un juez el día anterior.
<p>Foto: Fundación Bill y Melinda Gates.</p>

Foto: Fundación Bill y Melinda Gates.

Tras 27 años de matrimonio, con tres hijos en común, la pareja más rica del planeta acordó separarse sin que hasta el momento hayan trascendido las condiciones de la ruptura. En cualquier caso, no hay ninguna duda de que el divorcio de la pareja afectará muy directamente a la Fundación en la que los dos comparten la copresidencia.

En principio, la ruptura del vínculo de algún miembro del patronato (board) no tendría por qué repercutir en la vida de una fundación familiar. Al fin y al cabo, los bienes que constituyen parte del patrimonio de la fundación ya no son propiedad de la familia sino de la fundación y no puede haber ningún acto de disposición sobre los mismos.

El caso de la Fundación Bill y Melinda Gates, sin embargo, es peculiar por dos razones de peso.

En primer lugar, porque estamos hablando de una organización que tiene una dotación fundacional cercana a los 42 mil millones de euros. Para que podamos poner en contexto esa cifra nos puede ser útil saber que es más del doble de lo que recibirá España este año 2021 de los Fondos Next Generation para la recuperación por la crisis causada por la covid-19.

Como es natural, cuando estamos hablando de cifras tan astronómicas en manos de una fundación, las teorías sobre la autonomía de estas entidades en relación con sus fundadores y su afectación al cumplimiento de fines de interés general no tienen un fácil acomodo.

En este caso se puede afirmar que nos encontramos con una ‘entidad particular’: se trata, efectivamente, de una fundación, pero sus características particulares la convierten en un espécimen único y como tal debe ser tratado.

La Fundación Rockefeller y la democracia americana

Para intentar comprender las aristas del problema puede ser útil recordar los controvertidos orígenes de la Fundación Rockefeller. 

En el año 1910, John D. Rockefeller quiso constituir la fundación más grande y con mayor patrimonio del mundo. Su intención era que la actividad de la fundación no estuviese circunscrita a un estado, sino que fuese de alcance nacional e internacional. Se trataba de la primera propuesta de crear una fundación global en los Estados Unido y sus representantes solicitaron que la aprobación de esta fundación sui generis fuese sancionada por el Congreso mediante una ley federal.

Algunos miembros del Congreso se opusieron a la propuesta ante el temor de que se utilizase una fortuna privada para impulsar fines políticos. Alegaban que una organización de estas características podría socavar los fundamentos de la democracia estadounidense al no estar sometida a ningún control ni rendición de cuentas.

En el año 1910, Rockefeller era el propietario de la Standar Oil Compnay y se calculaba que su fortuna era equivalente al 65% de PIB de EE. UU. Los rumores decían que quería dotar a la fundación con un capital de mil millones de dólares, una cifra que superaba el presupuesto anual de la nación.

Cuando hablamos de cifras tan astronómicas en manos de una fundación, las teorías sobre la autonomía de estas entidades en relación con sus fundadores y su afectación al cumplimiento de fines de interés general no tienen un fácil acomodo.

Nadie había acaparado hasta esas fechas una fortuna tan colosal y sus detractores avisaban que si se aprobaba la fundación el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” del presidente Lincoln se convertiría en el “gobierno de las corporaciones, por las corporaciones y para las corporaciones”.

Theodor Roosevelt, futuro presidente de los EE. UU., fue uno de los máximos opositores alegando que “por muchos que fuesen los actos de caridad realizados para gastar esa fortuna nunca podrían compensar el modo inadecuado en que se había adquirido”.

La mayoría de los opositores -entre los que se encontraban personas tan influyentes como   el antiguo presidente de la Universidad de Harvard, Charles Eliot- no centraban sus críticas en la figura de Rockefeller sino en la naturaleza misma del proyecto de fundación que, en su opinión, venía a socavar los fundamentos de la democracia igualitaria americana al permitir que una institución dotada de enormes recursos pudiese impulsar fines públicos a perpetuidad sin someterse a una  rendición de cuentas  que fuese más allá de justificar sus acciones a un grupo reducido de consejeros.

Los asesores de Rockefeller intentaron salvar la oposición incluyendo cuatro enmiendas al proyecto original. La primera establecía un límite máximo de 100 millones de dólares en activos a la fundación.

La segunda obligaba a gastarse anualmente todos los rendimientos del capital fundacional para evitar que este pudiese crecer en el futuro. La tercera establecía un plazo de 50 años de existencia a la fundación prorrogables hasta un máximo de 100 si lo aprobaba 2/3 del patronato y del Congreso.

Y la cuarta sometía el gobierno de la fundación a una supervisión pública. Los miembros del patronato estarían sujetos a un veto por una comisión integrada por el presidente de los EE. UU., el presidente del Congreso, el presidente del Senado, el portavoz del Congreso, el presidente del Tribunal Supremo y los rectores de las universidades de Harvard, Yale, Columbia, John Hopkins y Chicago.

La propuesta fue aprobada por el Congreso, pero no logró el apoyo del Senado. Finalmente, Rockefeller, aconsejado por sus asesores, obtuvo la aprobación de su fundación por el estado de Nueva York.

El desgobierno de la fundación

Para mucha gente la negativa del Senado a aprobar la Fundación Rockefeller resultó providencial, pues evitó que en el futuro la organización se viese sometida a un control por parte del gobierno que limitaba ampliamente su libertad y autonomía.

Se comparta o no esta opinión, lo cierto es que el precedente de la Fundación Rockefeller sirvió para generar un debate sobre el gobierno y la rendición de cuentas de estas entidades, impulsadas por iniciativa privada para llevar a cabo fines de interés general.

Si atendemos a la estructura de gobierno de la Fundación Bill y Melinda Gates no podemos más que concluir que el temor de Charles Elliot (“una institución dotada de enormes recursos que impulse fines públicos a perpetuidad sin someterse a una rendición de cuentas que vaya más allá de justificar sus acciones a un grupo reducido de consejeros”) sigue estando muy justificado.

Desde su origen Bill Gates quiso someter los destinos de la fundación a un núcleo familiar muy reducido. Lo cual es, al mismo tiempo, perfectamente legal y políticamente imprudente.

La Fundacion Bill y Melinda Gates nació con un patronato escuálido de tres miembros (integrado por Bill Gates, su padre y Melinda) que permaneció invariable hasta la incorporación de Warren Buffet, tras su donación multimillonaria a la organización.

Desde su origen Bill Gates quiso someter los destinos de la fundación a un núcleo familiar muy reducido. Lo cual es, al mismo tiempo, perfectamente legal y políticamente imprudente. Es legal porque la ley no impide que el patronato de una fundación esté integrado exclusiva o mayoritariamente por los familiares del fundador. Sin embargo, es imprudente desde el punto de vista de las prácticas de buen gobierno.

Es comprensible el deseo de los fundadores de incorporar a sus familiares a la fundación como un medio para concienciarles sobre los valores filantrópicos y para tratar de asegurar el cumplimiento de su voluntad fundacional, pero designar para el órgano de gobierno exclusivamente a familiares no es la alternativa más adecuada.

Esta práctica no contribuye a impulsar el buen gobierno y no es inusual que termine generando conflictos de intereses al no facilitar la distinción entre los intereses de la fundación y los de los familiares. Incorporar al patronato a personas externas e independientes ayuda a mantener una visión imparcial y más objetiva sobre los fines de la fundación y a gestionar con más objetividad los posibles conflictos que puedan surgir.

Que la estructura de gobierno de la Fundación Bill y Melinda Gates era una bomba de relojería era algo evidente para cualquiera que este acostumbrado a mirar la realidad de frente.

Tras el anunció de divorcio el tema se ha visto agravado por la renuncia de Warren Buffet como miembro del board. El propio Buffet, para justificar su renuncia, argumentó que durante todos los años de mandato había sido un “inactive trustee”, aunque apoyaba totalmente los objetivos y al actual director ejecutivo, Mark Suzman.

No constituye una sorpresa que las primeras declaraciones de Suzman se hayan centrado en la necesidad y urgencia de reforzar la estructura de gobierno de la fundación. De momento, tanto Bill como Melinda seguirán compartiendo la copresidencia de la fundación. Ambos se han concedido un periodo de prueba durante los próximos tres años para comprobar si son capaces de trabajar conjuntamente de manera satisfactoria. En el supuesto de que no sea así, Melinda renunciará a la presidencia y recibirá como compensación recursos para que pueda llevar a cabo sus actividades filantrópicas de manera independiente.

También es intención de los copresidentes ampliar el patronato con nuevos miembros que ayuden a fortalecer el gobierno “incorporando nuevas perspectivas, ayudando en la asignación de recursos y la dirección estratégica y asegurando la continuidad y estabilidad de la fundación”.

Resulta un tanto chocante que gente tan inteligente haya tardado 25 años en descubrir lo que un órgano de gobierno puede y debe aportar a una fundación. Sería bueno que no dejen transcurrir otros 25 para ponerlo en práctica.

Comentarios

  1. Creo yo despues de haber caminado juntos por muchisimos años estemos en pruebas de separacion eso daña la imagen de ambas personas ,seria muy correcto reflexionar antes que la gota de agua rebase son personas pensantes no al extremo es lo recomendable.