Hora punta en Mumbai

HAZ22 diciembre 2007

La red ferroviaria de la India es una de las más grandes y antiguas del mundo. Fue construida poco después de que los británicos tomasen el poder de manos de la Compañía de las Indias Orientales. Constituyó la principal inyección de capital que el Imperio destinó a su colonia, y en poco tiempo se convirtió en la tercera red más larga del mundo. Para algunos se trata del único legado británico realmente útil que dejó la corona.

El Brithish Raj necesitaba aprovisionarse de materias primas y sin una red ferroviaria en condiciones no era posible.

Indian Railways se ha ganado en estos últimos años una enorme reputación, tanto por su compromiso social como por la calidad de su servicio. Gracias a un amigo que se vio obligado a pasar en Delhi algunos días más de lo previsto y me cedió su billete de vuelta a Mumbai (antigua Bombay), tuve la oportunidad de comprobarlo.

Pero, en South Delhi hay dos estaciones y no tuve la precaución de informarme con antelación de cuál era la mía. Como era de esperar, llegué a la estación equivocada.

Rápidamente tomé un scooter- richshaw, prometiéndole al conductor una jugosa propina si llegaba a tiempo para tomar el tren. ¡Ah de lo que es capaz por una propina el ser humano! Los primeros cinco minutos conseguí mantener a duras penas los ojos abiertos, el resto del viaje preferí no abrirlos.

Al llegar a la estación con el tiempo contado repetí mi promesa a un coolie, los mozos encargados de acarrear los bultos. Éste se echó la maleta a la cabeza y comenzó a correr, abriéndose paso entre la multitud, mientras me hacía señas agitando la mano para que le siguiese: «Hurry sir. Train leaving». Y efectivamente, había motivos para correr, pues el tren se encontraba en el último andén y al minuto de subir al vagón éste echo andar.

Después de tomar un respiro me acomodé en mi compartimiento de segunda clase, junto con un matrimonio que regresaba a Mumbai después de pasar unos días en la capital visitando a sus familiares.

Los trenes indios tienen cinco categorías: first class, con derecho a compartimiento exclusivo; second class, la cabina es compartida por cuatro personas, consta de dos sofás camas y dos literas; three tier, seis personas comparten el habitáculo con dos sofás camas y cuatro literas (estas tres categorías tienen todas aire acondicionado).

Inmediatamente después viene: chair car, no hay literas sólo asientos; second sleeper; una cabina similar a la three tier pero sin sábanas, almohadas ni servicio de comidas y, por último: ordinary people, no hay asientos, se viaja de pie o sentado en el suelo. Se utiliza para trayectos cortos entre aldeas. Es la forma más barata de viajar.

Mi billete a Mumbai costaba un poco más de dos mil rupias, lo que al cambio venían a ser unos 18 a 20 euros. Una cantidad insignificante para un trayecto que dura más de dieciséis horas.

Los baños se encuentran al final del vagón. Hay de dos tipos: indian style y western style. La diferencia se encuentra en la «postura» que uno elige para hacer sus necesidades: en el primer caso de pie y en el segundo sentado. En los vagones existe un equipo de limpieza encargado de mantener los baños limpios y en buen estado durante todo el trayecto. Entre vagón y vagón hay situados unos lavabos para los pasajeros que quieran lavarse las manos, cepillarse o peinarse.

El paisaje es monótono. Un cielo grisáceo cubierto de nubes y una enorme planicie verde, empapada por las lluvias del mozón, se extiende a lo largo del recorrido. Sólo se interrumpe cuando nos detenemos en la estación de alguna ciudad o pueblo.

UN PAÍS CON UNA REALIDAD DIVERSA. En los andenes la gente espera, duerme, almuerza. Algunos descansan en el piso de la estación, otros encima de una estera o entre los bártulos que acarrean. En apenas unos metros cuadrados puedes distinguir a las mujeres con sus saris de brillantes colores, cada uno diferente, o cubiertas con los salwar-kameez (originarios del Punjab, pero hoy presentes en todo el país), más prácticos y cómodos.

A su lado, los hombres, más sobrios, vestidos con los kurta, atados alrededor de la cintura o anudados entre las piernas; un pequeño turbante te descubre la presencia de un sikh, con sus inconfundibles barbas o la de un comerciante venido de Rajasthan; un poco más allá los muslins, cubriendo también sus cabezas con los topis y a unos metros dos sacerdotes de Visnu descansan sentados tranquilamente sobre unos fardos.

Hay gente, mucha gente, allá dónde vayas siempre te acompaña un enorme gentío. Es la India, pero al mismo tiempo no sientes ninguna sensación de agobio, porque cada persona es única, irrepetible. Lo comento con el matrimonio que viaja en mi compartimiento.

El marido, un ingeniero de mediana edad me pregunta sonriendo: – ¿Tiene un billete? -.

– Si – contesté, sacando del bolsillo un billete de cincuenta rupias.

– ¿Ve estas letras diferentes alineadas en la esquina? Representan los diecisiete idiomas oficiales de la India, las diecisiete formas que tenemos de decir cincuenta rupias; así es el país, una realidad muy diversa, tan diversa que lo único que nos une es compartir esa convicción. Nuestra religión principal, el hinduismo, es la única que no reclama ser la religión verdadera. Aquí han convivido y continúan conviviendo todos los credos, todas las creencias. Todo tiene acomodo en la India.

Durante el trayecto la lluvia nos acompaña casi todo el tiempo. A lo lejos a veces se distingue el colorido de algún sari. La lluvia no parece ser un impedimento para cumplir la rutina diaria. La mujeres siguen saliendo a hacer las faenas del campo, recoger leña, hacer la colada o cuidar el ganado.

Cuando tienen que atravesar una zona encharcada se recogen el vestido hasta la rodilla, sin perder el decoro y la gracia.

Cuando las ves con sus saris, con sus pallaws colgados elegantemente del hombro izquierdo o cubriéndose la cabeza, tienes la certeza de que la túnica es el vestido natural de la mujer, cualquier otra prenda a su lado resulta zafia, tosca.

El sari se adapta de manera natural al cuerpo, sin forzarlo, sin presionarlo. Los pliegues acentúan y resaltan sutilmente las formas, sin estridencias, con delicadeza. A veces se cubren la cabeza con el pallaw y entonces el rostro adquiere más viveza. Cuando se descubren el cabello negro, terminado casi siempre en una trenza o un pequeño moño, nuestra mirada, sin embargo, se enfoca a la figura entera.

Es un juego de luces y sombras, que invita a captar los matices.

El mozo interrumpe mi inspección visual para dejarme una bandeja con un pequeño termo de agua caliente, una taza y dos saquitos de te y azúcar, así como un juego de sabanas, la manta y una almohada.

Al poco rato, nos sirven la cena: una bandeja con rotis, (una especie de pan de harina sin fermentar), dal, (un puré de lentejas), paneer, (que es un queso fresco con algunas especies), y un yogourt. Cuando termino la cena, ya ha oscurecido y la mayoría de la gente duerme tranquilamente en sus literas.

A las siete de la mañana, nos despiertan para volver a ofrecernos el desayuno, que acompañan con un ejemplar de The India Times. Mientras tomo mi taza de té observo desde la ventanilla como el país entero se despierta: los niños y mayores aprovechan para bañarse y restregarse en algún rio o en las aguas estancadas por las lluvias. Algunos se lavan los dientes y muchos aprovechan para hacer sus necesidades en algún lugar un poco retirado acompañados de un pequeño cubo.

Mientras leo el periódico, casualmente convergen a mi vista dos fotografías que me muestran el contraste radical entre dos realidades.

La primera, recoge la escena de un equipo de salvamento en South Yorkshire (norte de Inglaterra), perfectamente equipado, con trajes de agua y botas hasta la ingle, mientras se apresuran a rescatar un perro que se había quedado aislado debido a las recientes inundaciones en Inglaterra.

La otra imagen dibuja un grupo de personas en Mumbai: un par de mujeres están sentadas plácidamente en una plataforma elevada, que se encuentra por encima del nivel de la crecida ocasionada por las recientes lluvias del monzón; las dos leen plácidamente el periódico, una en posición de loto, la otra sentada al borde de la plataforma, con sus pies en remojo, como si se encontrasen descansando en una gran piscina; no muy lejos, un grupo de tres hombres conversan tranquilamente con el agua hasta las rodillas mientras toman tranquilamente una taza de té. Ninguno de los miembros del grupo parece conceder la menor importancia a estos aguaceros; forman parte de su rutina diaria, al igual que las vacas o la comida picante.

Probablemente ningún pueblo esté tan condicionado por el clima como la India.

La vida en este país gira alrededor de la llegada del monzón. Cada primavera el aire comienza a calentarse lentamente. A finales de mayo el país está «ardiendo» con temperaturas que alcanzan los 40 grados, la estación del Monzón está a punto de anunciar su llegada. Durante cuatro meses las lluvias acompañaran a los habitantes del subcontinente marcando su destino.

En realidad el año se divide en dos gran des períodos: el primero presidido por los calores y añorando las lluvias refrescantes del monzón, el segundo cansados del agua y pidiendo el regreso del sol.

Por la ventanilla distingo algunas personas con túnicas color naranja, que acarrean en los hombros un palo alargado de cuyos extremos cuelgan unos cubos decorados con flores de diferentes colores y tamaños. Se dirigen a recoger agua del Ganges, el río sagrado, para llevarla a su aldea y derramarla a los pies de alguna divinidad de su templo. El agua una vez más.

A lo lejos diviso el Ulvas River, que nos anuncia que ya estamos llegando a Mombai.

HORA PUNTA EN MUMBAI. La capital de Maharashtra continua siendo el principal centro financiero y económico del país, aunque poco a poco Bangalore va ganando posiciones, por su liderazgo como capital mundial del software.

Nadie podía prever que estas tierras, aportadas como dote por la corona portuguesa a la británica con ocasión del matrimonio entre Catalina de Braganza y Carlos II, se convertirían con el paso del tiempo en uno de los centros económicos más importantes de Asía. Cerca de 15 millones de personas viven en este enclave formado antiguamente por seis islas, unidas hoy en día.

Mumbai es un puerto de mar y el mes de agosto todavía se encuentra bajo el dominio del monzón. De vez en cuando, por unos minutos, se abren las nubes y el sol abrasador condensa el agua convirtiendo las calles en una gran sauna. Los cuerpos empapados se pegan a la ropa al cabo de unos cuantos pasos. Tomo un taxi y le pido al conductor que me de una vuelta por la ciudad antes de llevarme al hotel.

Los taxistas en Mumbai tienen fama de ser más honrados que en Delhi. Aquí funciona el taxímetro, en Delhi la mayoría de los taxistas lo tienen «estropeado» y, antes de contratar el servicio, tienes que pasar por el ritual de negociar el precio.

El conductor es un muslim simpático, de mediana edad. Lleva trabajando las calles desde hace 25 años. No tiene vacaciones, ni horario. El coche es propiedad de la empresa y él viene a recibir unos 100 dólares mensuales. Tiene los limpiaparabrisas rotos, en realidad tiene uno sólo y lo lleva encima del salpicadero. Cuando nos detenemos en un semáforo lo agarra, saca la mano por la ventana y limpia con naturalidad el cristal del conductor de arriba abajo. «Cleaned-hand; patented by me»-comenta sonriendo.

El recorrido en taxi me proporcionó una visión general de la ciudad. Es tan cosmopolita, como podría serlo París, pero mucho más sucia, húmeda y poblada que la ciudad de las luces, aunque orgullosa de su empuje, de su apertura y de su alegría de vivir. Además de ser la capital financiara del país, es la ciudad del entretenimiento (Bollywood).

Pero, la manera más rápida de conocer Mumbai es comenzar el viaje tomando el metro local hasta Victoria Terminus (hoy Chhatrapati Shivaji Terminus) a la hora punta (peak-hour) de la mañana. Y eso es lo que hice al día siguiente.

El suburbano de Mumbai forma también parte de la Indian Railway y es un retrato a pequeña escala de la ciudad: emprendedora, como un tapón de una botella de champaña a punto de salir despedido, siempre en movimiento. Cerca de seis millones de personas se desplazan desde las afueras de la ciudad a la capital diariamente y no es de extrañar que los que visitan la ciudad por primera vez, piensen que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para abordar el mismo vagón que ellos.

A las 9.00 AM me dirigí a la estación de Bandra, la más cercana a mi hotel, acompañado de Napoleón, un peruano que lleva viviendo en la ciudad desde hace cinco años. Tras pagar siete rupias cada uno, recogimos el ticket y subimos unas pasarelas que cruzan el andén.

Al principio apenas distinguí nada, pues la pasarela estaba flanqueada por multitud de tenderentes, en los que se vendían gorras, móviles, zapatos, polos deportivos. Por fin, entre las tiendas descubrí un hueco que me permitió contemplar una escena indescriptible: una masa humana esperaba en el andén. Las mujeres en una zona reservada para ellas.

Los hombres repartidos en grupos compactos, los que tienen billetes de segunda clase, o algo más dispersos en la zona reservada a los pasajeros de primera.

Conforme el tren se fue acercando, la masa empezó a agitarse, a tomar posiciones.

Es la guerra, una lucha a vida o muerte por hacerse hueco en unos vagones que parecen pompas de jabón a punto de explotar. Los pasajeros cuelgan de las puertas agarrándose como una lapa a la roca. El tren se detuvo y comenzó la batalla entre los que intentaban subir y los que querían bajar: gritos, empujones, carreras para alcanzar otro vagón más descargado o encontrar algo a lo que agarrarse. Por fin, el tren arrancó lentamente con los afortunados, mientras en el andén el resto aguardaba una segunda oportunidad.

Miré a Napoleón y a nuestro ticket de segunda clase y empecé a pensar que, quizá, la idea de probar la «peak-hour» en el suburbano de Mumbai no había sido tan buena. Pero mi compañero no me dejó terminar mis reflexiones y tirándome del brazo me gritó: – ¡Vamos!- mientras echaba a correr por el andén al ver acercarse otro tren con sus vagones a punto de estallar por las costuras.

Me pegué a él y comenzamos a correr.

Con el dedo me indicó un vagón mientras se abría paso a empujones y yo seguía sus pasos. Cuando recuperé el aliento me encontré milagrosamente dentro. Una vez en el vagón procure acomodar mis huesos de la mejor manera posible. La gente me observaba con cierta extrañeza –no es habitual encontrarse a un occidental viajando en segunda clase- y, algunos, amablemente intentaron cederme unos centímetros. Pero no hay mucho que ceder.

La densidad de los viajeros del suburbana de Mumbai en la hora punta llega a alcanzar las 16 personas por metro cuadrado, o lo que es lo mismo 25 centímetros por persona, menos espacio del que ocupa un solo pie.

Cerca de 2,5 millones de personas toman diariamente el suburbano en dirección a Victoria Terminus.

En medio de esta selva de extremidades contorsionadas viajan al mismo tiempo: funcionarios, carteros, bardos, comerciantes de peines, contadores de cuentos, quiromantes, camiseros, mendigos, vendedores de frutas y verduras. Cualquier profesión, honrada o no, que sirva para ganarse unas rupias esta presente en este universo.

La escena se volvió a repetir en la siguiente parada. La estrategia ahora es encontrar un sitio que te proteja de la riada de gente que lucha por bajar. En el suburbano no se trata sólo de subir al vagón sino de mantener la posición. Napoleón vuelve a tirar de mi hacía el corredor alejándome de la zona cercana a las puertas donde se libra la batalla más encarnizada. Los que quieren descender ya han empezado a moverse con algunas estaciones de antelación, ganando centímetro a centímetro, ayudándose con los hombros, con los pies, con el cuello, impulsándose con los tiradores.

Alguien me pisa y se disculpa: «Terribly sorry sir». – sonrío. ¿Es que acaso es posible no pisarse? Las paradas se suceden y la batalla se renueva una y otra vez. Después de unos cuantos minutos, consigo relajarme un poco y mirar a mí alrededor.

Me fijo que hay varias personas repasando unas notas, apuntando algo en su agenda o leyendo el periódico. Para conseguirlo lo doblan en varias piezas hasta que éstas ocupan el espacio de la palma de la mano. ¡Tú intentas sobrevivir en esta selva y a tu lado alguien lee plácidamente el periódico!

ASÍ ES LA POBREZA. Parece que no se puede estar más desnudo y de pronto tropezamos con alguien al que le falta la piel.

Aquella familia cobijada bajo unos cartones desechados, convive no muy lejos con otra que sólo dispone de unos cuantos plásticos. Los desechos de unos son recogidos por otros, las sobras de los más pudientes son aprovechadas por los que no tienen nada. Hay mucha gente en este país que ha consumido su vida reciclando, y no por motivos ecológicos sino porque nunca ha tenido en sus manos nada nuevo, su vida consiste en un intercambio de cosas usadas por otros.

He visto a gente dormitando como un gato en lo alto de una tapia, acurrucada encima de una mesa o, simplemente, apoyada en los troncos de los árboles.

He descubierto cómo una pequeña taza puede hacer las veces de almohada.

Como una mesa, en la que por el día se vende fruta, se transforma por la noche en una cama de matrimonio. He comprobado como en un pequeño armario pueden descansar contorsionados un par de mocosos. He visto «soñar» a decenas de criaturas en el regazo de sus madres, mientras en un duermevela extienden las manos suplicando un poco de ayuda.

He contemplado a decenas de escuálidos, derrengados en sus «rickshaws» al terminar su agotadora jornada. Y no he podido evitar pensar que estos esclavos, encadenados en sus «galeras» a pedales, al menos disponen de un sitio donde reclinar la cabeza y un techo que les protege de la lluvia.

Así es la pobreza. Ya lo recordaba Calderón de la Barca en «La vida es sueño»: Y cuando el rostro volvió

halló la respuesta viendo

que otro sabio iba cogiendo

las hierbas que él arrojó.

Por Javier Martín Cavanna