Reputación corporativa: cómo afrontarla

HAZ24 marzo 2006

Desde antiguo, el hombre ha conferido un inestimable valor a su reputación y buen nombre. El término reputación ha estado unido tradicionalmente al desempeño, al comportamiento íntegro y al cumplimiento sistemático de la palabra dada; y lo hemos utilizado para referirnos a aquellas personas que se caracterizaban por un proceder meritorio, tanto en su profesión, como en su vida privada.

En este contexto, la reputación de una compañía, como tal, no se aparta un ápice de estos términos, estando íntimamente ligada al comportamiento de las personas que la configuran. En efecto, las empresas no son organizaciones abstractas, un mero conjunto de ladrillos y razón social. Son grupos de personas que toman decisiones que inciden en la vida de la comunidad en la que actúan, configurando su reputación y buen nombre en esas interacciones.

Las organizaciones mercantiles tienen que rendir cuentas de su actividad.

En primer lugar, ante los accionistas que han invertido su dinero en ellas, sus legítimos propietarios. Pero no exclusivamente ante ellos; los clientes, los empleados, los proveedores, la Administración y la comunidad en general tienen, también, su derecho a exigir cuentas de sus actuaciones.

La principal obligación de la empresa mercantil será siempre generar riqueza y cumplir con las expectativas de rentabilidad de sus accionistas. Sin esa premisa, no hay continuidad posible. Pero esa condición absolutamente necesaria y razón de ser de las empresas mercantiles, no es suficiente. La rentabilidad no puede llegar por caminos torcidos, en una nueva instauración de la ley de la selva.

El «todo por la pasta» -con trampas contables, abuso de los derechos de los trabajadores, engaño manifiesto a los clientes, depredación de los proveedores, incumplimiento de las obligaciones fiscales o destrucción del medio ambiente,…- es inadmisible y destruye los valores más esenciales de la propia convivencia.

Recordemos el tristemente famoso caso Enron. La compañía infló sus beneficios y ocultó deudas por valor de 1.000 millones de dólares. Como consecuencia Enron entró en bancarrota dejando a 20.000 trabajadores en la calle, sus accionistas perdieron 30.000 millones de dólares, varios ejecutivos de la compañía fueron condenados y Enron tuvo que desembolsar 1500 millones al estado de California por la acusación de manipulación de precios.

Además, otras empresas se vieron implicadas: algunos ejecutivos de Merrill Lynch fueron condenados, Andersen fue condenado por obstrucción de la justicia, Reilant debe pagar 460 millones más multas y Mirant, otros 750 millones.

La experiencia de Enron ha tenido un alto coste económico y social, tan alto como el impacto negativo que ha generado, no sólo en la reputación de todas estas empresas, sino en la credibilidad del propio sistema que las dejó operar de forma tan desleal.

Necesitamos confiar en las empresas y, para ello, sus actuaciones deben ser honestas. La confianza siempre se traduce en valor para la compañía y, por el contrario, la desconfianza en destrucción del mismo. El comportamiento íntegro tiene premio.

Pero no trabajamos con honestidad e integridad en las empresas para beneficiarnos de los frutos de la buena reputación consecuente.

No buscamos el premio como objetivo inmediato. Trabajamos con integridad, simple y llanamente, porque los comportamientos íntegros forman parte de la esencia misma del ser humano. Sin comportamientos empresariales basados en la honestidad, ni las empresas, ni su dirección son creibles; y por el camino de la ligereza, cuando no del engaño, se pasa pronto de organizaciones a «bandas» organizadas.

El comportamiento íntegro adquiere una trascendencia capital en la alta dirección y en los órganos de gobierno, por su impacto en el resto de la organización.

Tiene que ser explícito. Hay que optar; y no solo con juegos de palabras y brillantes discursos. Se trata de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Así, el ejemplo no es la mejor manera de educar y transformar a la organización en la vivencia de los valores; es, simplemente, la única.

La buena reputación, como medida en que una empresa es admirada, respetada y confiable, reside en la mente de las personas y debe ser considerada como una especie de manto protector que proporciona control sobre el modo en que el entorno juzga a la compañía; un escudo eficaz contra las crisis. Si se pierde, la compañía se vuelve vulnerable y blanco de ataques inesperados.

Por ello, debe protegerse firmemente, anticipando cualquier contingencia que le pueda afectar. La buena reputación se configura, pues, como una piedra angular, como un factor de liderazgo que debe ser gestionado con el directo compromiso de la alta dirección.

CÓMO SE GESTIONA. En primer lugar, debe distinguirse entre las dimensiones o atributos «universales» que configuran la reputación corporativa de las empresas – transparencia, cumplimiento de los compromisos, honestidad e integridad en las relaciones con terceros, responsabilidad con la sociedad y el medio ambiente- de aquellos que se refieren a sus marcas o productos.

Los valores «universales» deben estar presentes siempre en la reputación de cualquier empresa, independientemente de su actividad, orientación y/o posicionamiento en el mercado. La buena reputación corporativa no se construye sobre valores contingentes y coyunturales fruto de oportunidades competitivas en el mercado. Se construye sobre valores permanentes que están íntimamente relacionados con un comportamiento sistemáticamente íntegro.

Los atributos de posicionamiento de marca -modernidad, innovación, calidad, servicio, liderazgo…- son siempre contingentes y obedecen a las decisiones de mercados y clientes a los que nos queremos dirigir y a los atributos de la oferta que se quieren destacar. Por tanto, y aunque las fronteras nunca son completamente nítidas, una cosa es la reputación corporativa y otra, distinta, la reputación e imagen de las marcas.

La gestión de la reputación corporativa puede contemplarse a tres distintos niveles.

1. El nivel básico sobre el que se asienta la buena reputación corporativa es el logro de la rentabilidad, crecimiento y sostenibilidad económica, a través del estricto cumplimiento de la legislación y normativa. Ninguna política activa de construcción de reputación corporativa tiene sentido si no se ha logrado cumplir previamente con las expectativas de los accionistas, en un marco de riguroso respeto por las leyes vigentes. Una compañía mercantil que se demuestre recurrentemente incapaz de ser rentable y sostenible, difícilmente puede construir ningún tipo de reputación positiva.

Sin embargo, a poco que profundicemos, observaremos que el cumplimiento estricto del entramado normativo no resulta nada obvio. En los últimos años se ha observado una creciente inflación legislativa en derecho mercantil, de la competencia, medio ambiental, laboral, fiscal, responsabilidad de producto,… que se ha extendido por todas las estructuras políticas, tanto nacionales, como supranacionales.

Así, nos encontramos con leyes y reglamentaciones comunitarias, nacionales, autonómicas y municipales que, por si fuera poco, en no pocas ocasiones presentan claras incoherencias entre sí.

El marasmo normativo y legal es considerable y la tendencia natural del legislador a regularlo todo puede acabar siendo un corsé para la competitividad de nuestras empresas en un mercado global.

El conocimiento práctico de las leyes que afectan a los distintos ámbitos de actuación de la empresa puede resultar tarea titánica. Pero, en cualquier caso, el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento. Más nos vale, por tanto, superar con nota ese primer nivel de actuación.

2. El siguiente nivel contempla, por su parte, la incorporación a los procesos de negocio de los seis pilares básicos que inciden sobre el comportamiento íntegro de las compañías y que configuran la propuesta socialmente responsable que será evaluada por los distintos grupos de interés.

2.1 Derechos humanos. Apoyar y respetar la protección de los derechos humanos fundamentales: trabajo forzoso o infantil, libertad de asociación,… Y ello, en el ámbito de toda la cadena de valor, incluyendo a los proveedores.

2.2 Derechos laborales. Atención a los empleados más allá de la justa retribución: seguridad, clima laboral, formación y desarrollo, conciliación entre trabajo y familia,…

2.3 Protección del medio ambiente. Mantener un enfoque preventivo que favorezca la conservación del medio ambiente.

2.4 Políticas anticorrupción que incluyan la ética empresarial como criterio de actuación y destierren definitivamente el soborno y la compra de voluntades.

2.5 Transparencia e información en todos los niveles de la organización; con especial relevancia en los altos niveles directivos de la compañía. Políticas de buen gobierno corporativo sólidas y explícitas.

2.6 Respeto del «compromiso» con el cliente: Cumplir con la calidad exigible, el plazo de entrega, con las expectativas generadas con la publicidad, con las garantías, …, cumplir, en definitiva, con la palabra dada.

3 Contar con un compromiso explícito de sintonía con estos Principios reafirma la apuesta a corto plazo hacia modelos de gestión socialmente responsables.

Pero esto es claramente insuficiente. El compromiso debe transformarse en realidades y esto supone inocularlo en las políticas y procedimientos operativos que se recogen en el plan director de procesos de negocio reputacionales. Apuntarse a la moda no tiene ningún mérito si no se acompaña del desarrollo de procesos de negocio que integren estos Principios en la operativa ordinaria de la compañía.

Para abordar la compleja tarea de desarrollar y priorizar la incorporación de los seis pilares básicos descritos, debemos levantar, en primer lugar, el mapa de riesgos.

El mapa de riesgos consiste en una revisión crítica de todos los procesos y procedimientos susceptibles de sufrir contingencias que puedan derivar en futuras situaciones de crisis con daño potencial a la reputación. De este modo, aquellos procesos críticos que deban ser redefinidos se incorporan al calendario de actuación en base a su nivel de gravedad y a la probabilidad de que puedan ocurrir.

Es mucho más rápido y fácil asistir a la destrucción de la reputación, que encarar un proceso de construcción y mejora de la misma. Por ello, una vez desarrollada una propuesta socialmente responsable debemos apresurarnos a cimentarla, con la adopción de normas certificables, y a defenderla de posibles contingencias perversas, desarrollando un completo programa de gestión de crisis.

Las certificaciones y los programas de gestión de crisis son las anclas que soportan la protección de la reputación corporativa.

El cumplimiento normativo y la aplicación voluntaria de los programas en cualquiera de los principios fundamentales definidos deben ser verificados y garantizados por «una tercera parte creíble e independiente». Sólo de este modo es posible diferenciar las compañías con un compromiso real, de aquellas otras que únicamente llevan a cabo operaciones de marketing cosmético; comunicando políticas y procedimientos desprovistos de contenido o valor social intrínseco, con el único objetivo de tomar ventaja mediática de un concepto novedoso.

La certificación beneficia la credibilidad en el compromiso asumido. Nadie pone en duda, por ejemplo, que el nivel de credibilidad de los sistemas de gestión basados en la calidad, hoy tan ampliamente generalizados, no sería el mismo si no hubieran estado respaldados por normas certificables. De cualquier forma, los indicadores más cualitativos que miden los estándares éticos o sociales de las compañías no disponen, hoy por hoy, de un consenso generalizado y siguen en continua revisión.

CONSTRUIR UN MODELO DIFERENCIAL DE REPUTACIÓN. El consenso generalizado en la necesidad de defender el negocio de las contingencias que puedan afectar gravemente a la reputación de la compañía, se pierde cuando se trata de la puesta en marcha de políticas activas.

El debate sobre la necesidad y oportunidad de que las empresas comprometan recursos económicos en Acción Social (dirigidos a programas para el desarrollo socioeconómico de colectivos desfavorecidos) está completamente abierto y con posiciones enfrentadas.

Las empresas -especialmente aquéllas que son líderes en sus respectivos mercados- que quieren construir una reputación diferencial deben apostar por los temas sociales. Pero no basta simplemente con «firmar el cheque» y delegar; tampoco cualquier proyecto es adecuado.

Con sentido pragmático, es la propia compañía quien debe involucrarse en el desarrollo de programas sociales en los que exista una clara conexión con lo que es su saber específico, aunque acabe requiriendo los servicios de ONG locales para una mejor gestión operativa. Este esfuerzo es posible orientarlo desde varias perspectivas de acción social no excluyentes que hemos denominado: finalista, sectorial y/o mercantil.

  • Acción social finalista. Es el tipo de acción más común y, en general, están relacionadas con la filantropía. Pueden ser de apoyo económico directo, o bien de soporte a la labor particular de accionistas y empleados.
  • Acción social sectorial. Es obligación de las compañías líderes velar, además de por su propia reputación, por la del sector en el que ejercen su actividad. Desarrollando, en este sentido, programas divulgativos generales: educación, salud, uso responsable de recursos, civismo o seguridad… relacionados con su sector de actividad. El uso responsable de recursos energéticos, los beneficios de una dieta equilibrada o el consumo moderado de alcohol son ejemplos aplicables a compañías petrolíferas, de alimentación o de bebidas alcohólicas respectivamente.
  • Acción social mercantil. Está relacionada con la integración de lo social con el negocio para obtener ventajas competitivas reales. Cada día son más los ejemplos que reflejan los beneficios de esta relación.

Compañías de telecomunicaciones capaces de desarrollar su negocio con planes de tráfico especiales para las clases económicamente más bajas; entidades financieras que diseñan productos enfocados para personas mayores, o microcréditos para inmigrantes que desean montar su propio negocio; compañías industriales que defi- nen e impulsan programas de formación específica en los centros de capacitación profesional cercanos con objeto de cubrir sus necesidades de personal cualificado…

Sea cual sea el modelo elegido, debe preguntarse si tiene sentido una determinada acción aunque a ésta no se le de publicidad en los medios, o si el Presidente de la compañía podría defender el sentido del programa si la Junta General de Accionistas le pidiera explicaciones.

Si los programas sociales no inciden sobre los atributos de reputación relevantes para los grupos de interés de cada empresa y/o no responden afirmativamente a las dos preguntas planteadas ¡hay que volver a empezar! Sólo así es posible construir un verdadero modelo de reputación diferencial.

Por último, pero no menos importante, no se debe descuidar el diseño de un riguroso plan de comunicación de aquellos valores sobre los que la compañía ha planificado construir su reputación corporativa.

Tan importante como edificar la reputación sobre comportamientos sistemáticamente honestos es comunicar eficaz y regularmente los logros obtenidos.

Además, las empresas mercantiles no sólo tienen que atender la comunicación con los medios, sino que deben hacer un esfuerzo por mantener un diálogo fluido con todos los grupos de interés; en lo que recientemente se ha dado en llamar «diplomacia corporativa». Sólo la combinación de hechos y comunicación, lo que se dice y lo que se hace, proporciona un impacto directo y positivo sobre los resultados finales de la compañía.

Por José Antonio Segarra, Carlos Martínez-Marí y David L. García

Pasos en la gestión de la reputación

  • Definición, por parte de la alta dirección de la compañía, de la aspiración que la organización tiene respecto a su reputación.
  • Evaluación de la propia reputación y de la de la competencia más directa, que culmine con la elaboración de un «mapa de riesgos».
  • Elaboración de un plan director de procesos y de mejora y defensa de la reputación; que se concrete en la elaboración de programas, procedimientos y políticas incorporadas a la operativa ordinaria de la compañía, incluyendo las certificaciones independientes y los planes de gestión de crisis.
  • Elaboración de un plan de comunicación interno y externo que revalorice el esfuerzo comprometido.