Desperdiciar alimentos ¡por simple estética!

Según el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas un tercio de la producción alimentaria mundial para consumo humano se desperdicia, entre otras razones por fecha de caducidad o estética. Este desperdicio es “una oportunidad en un mundo donde una de cada ocho personas sufre hambre”. Producirlos también supone utilizar preciados y escasos recursos naturales. Un desequilibrio injusto que amenaza con cronificarse.

El año 2015 se cumplía la fecha límite establecida para dar cuenta de los resultados de uno de los principales Objetivos de Desarrollo del Milenio -el de reducir a la mitad el porcentaje de personas que sufren hambre en el mundo-, y aunque más de 216 millones de personas ha  conseguido dejar de formar parte de esta nefasta estadística, aún se incluyen en esta cifra más de 795 millones de seres humanos, según el Informe  El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2015, un estudio publicado anualmente por la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) y el Programa Mundial de Alimentos (WFP).

La situación de desigualdad, un concepto mucho más amplio que el de ‘pobreza’ o ‘hambre’ para la ONG Oxfam Intermon, también queda patente con las cifras que arroja su Informe Una economía a servicio del 1%, presentado el pasado mes de enero y en el que se alerta de que actualmente, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99% restante de las personas del planeta. Eso significa que en 2015, sólo 62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones, la mitad más pobre de la humanidad.

En este sentido, el hambre “sigue siendo uno de los desafíos más urgentes del desarrollo”, mientras que en el mundo se producen alimentos “más que suficientes”, según recalca la FAO, que destaca el hecho de que, “recuperando sólo la mitad de lo que se pierde o desperdicia sería suficiente para alimentar a todo el planeta”.

En palabras de Gabriel Pons, asesor de Programas Políticos del Departamento de Cooperación Internacional de Oxfam Intermon, esto está provocado por “unas reglas de juego injustas creadas por y para aumentar la riqueza y el poder de una minoría, que hacen que la desigualdad extrema esté fuera de control”.

“Se ha legitimado la idea de que para estimular la economía es necesario que las empresas y las personas más ricas paguen menos impuestos porque esto beneficia al conjunto de la población. Si tenemos en cuenta que un 1% acumula más riqueza que el 99% restante, la teoría falla”, explica Pons a Revista Haz.

Según recuerda, “hay que distinguir las razones por las que se descartan productos alimenticios” y no olvidar que “la producción agrícola es perecedera y variable, según el tamaño de la cosecha”. Por ello, “es inevitable que no se llegue a consumir toda la producción que se pone a la venta, y las cantidades varían según lo abundante de la cosecha”. De esta forma, “no se puede evitar un cierto grado de desperdicio cuando hay excedentes o la fruta madura demasiado, o la carne caduca”.

Sin embargo, “otra cosa es el desperdicio por razones estéticas o por fechas de caducidad demasiado cortas, siempre teniendo en cuenta que lógicamente tiene que existir un límite fecha de consumo por razones de salud pública”, remarca Pons, que califica esta práctica, sobre todo, como “un mal uso de los recursos”.

“Se trata de cantidades de productos descartados que suponen un porcentaje fijo, y que, de evitarse, supondrían menos presión sobre el medio ambiente”. Según sus datos, sólo Alemania, que descarta una media de 18 millones de toneladas al año, podría evitar tirar 10 millones con medidas adecuadas. “Los consumidores tendrían que ser conscientes de que este tipo de producción es perfectamente consumible y así no forzar a los vendedores a mantener sólo productos ‘perfectos’ a la venta”, añade.

En su opinión, el descarte estético en los países ricos, y también las pérdidas por falta de almacenamiento en los pobres, “tienen un impacto ambiental que viene de utilizar recursos -sobre todo agua y energía- para producir unos alimentos que no se consumirán, y este consumo de recursos empeora el cambio climático, lo que a su vez hace que la capacidad de producción agrícola disminuya en gran parte del mundo,  sobre todo en los países pobres”. “Es un círculo vicioso que hay que detener disminuyendo el uso de recursos que se dedican a la agricultura”, sentencia este experto.

En este sentido, Pons recuerda que un tercio de la producción alimentaria mundial para consumo humano se pierde o se desecha, según Naciones Unidas, mientras que la Comisión Europea calcula que unos 179 kilos de alimentos en buen estado, por persona, acaban en la basura cada año, con los consiguientes costes económicos y ambientales.

La comida que se deja en el restaurante se tira a la basura, aunque afortunadamente “cada vez más hosteleros asumen como una práctica normal que se pida para llevar a casa e incluso disponen de envases, un punto a su favor al elegir establecimiento”, agrega Pons.

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La sequía y el aumento de los precios de los alimentos sitúa a las personas que habitan el Sahel burkinabes en riesgo de inseguridad alimentaria. ©Pablo Tosco/Oxfam Intermón

Consumir con los ojos

Cuando una fruta, verdura u hortaliza no cumple con los “estándares estéticos” o “de calidad” establecidas por el mercado, pese a ser perfectamente comestible, se desecha en algún punto de la cadena de producción o distribución, con lo que nunca llega al consumidor. Y ésta es sólo la punta del iceberg de las alarmantes cifras de desperdicio alimenticio que, cada día, se producen en cualquier parte del planeta.

España es el sexto país que más comida tira de la Unión Europea, con 7,7 millones de toneladas, lo que significa que cada español desperdicia unos 63 kilos de comida al año, es decir, el 18% de lo que se compra. Y casi la mitad de todo lo que se desperdicia (sobre un 45%) podría no haber acabado en la basura si la compra y la gestión a la hora de conservarlo y cocinarlo, se hubiera planificado mejor.

Dinamarca acaba de inaugurar el primer supermercado del mundo que sólo vende alimentos caducados: desde productos lácteos, a carnes, frutas, verduras, pan o alimentos congelados, cualquier alimento que se pueda encontrar en un supermercado tradicional, pero con una diferencia: todos los productos que están a la venta en sus estanterías han superado su fecha de caducidad, están a punto de hacerlo o tienen sus embalajes deteriorados. Su precio llega a tener descuentos de hasta el 50%. Wefood ofrece a sus clientes alimentos que normalmente acabarían en la basura.

Está ubicado en Copenhague y su apertura ha sido posible gracias a la colaboración del Banco de Alimentos danés y la ONG Folkekirkens Nødhjælp, que lucha contra el despilfarro alimentario. A los dos días de su apertura, y con colas en la puerta, se acabó su stock inicial.

Los alimentos que se venden en este supermercado son donados por dos de las cadenas de supermercados más grandes del país, Føtex y Danske Supermarked, además de otros mercados locales. Wefood acepta todos los alimentos que se van a tirar a la basura y un grupo de voluntarios los clasifica para establecer cuál puede ser vendido al público sin riesgo para la salud.

El objetivo no es que en este supermercado compren sólo las familias con menos recursos económicos, sino también personas que no están en esta situación, pero que desean aportar su parte, y prestar su apoyo, a la lucha contra el despilfarro alimentario y la pobreza y desigualdad que éste genera.

En la misma línea, Fruta Imperfeita, una startup brasileña que vende frutas y verduras con defecto de “fábrica” en su formato o color, apuesta por este tipo de productos “feos”, pero igual de sabrosos y nutritivos. “Sólo por razones estéticas, estos alimentos son descartados por la industria, simplemente por el hecho de no encajar con el aspecto requerido para la venta. Nosotros no lo hacemos”, recuerda la compañía brasileña.

Se trata de un servicio de venta de cestas de frutas y verduras diferente a lo que se está acostumbrado a ver en los supermercados, porque esta pequeña empresa sólo comercializa alimentos que, de otro modo, serían descartados simplemente porque no se ajustan a la norma estética que se exige en el mercado tradicional.

Para ello, la compañía se ha asociado con los trabajadores rurales, de manera que las frutas y verduras les llegan de manera directa desde los productores locales. Por ello sus productos son “frescos, sabrosos y nutritivos”, recuerdan. “Tenemos la intención de reducir el desperdicio de alimentos en Brasil a través de la difusión del consumo consciente”, apunta Fruta Imperfeita.

Como ventajas, la compañía señala su menor precio -por los elevados descuentos que obtienen de los productores por alimentos que, en la mayoría de los casos, se tirarían-, ayudan a la preservación del medio ambiente, gracias a que se evita el desperdicio de alimentos y el despilfarro de agua y  recursos naturales, y además se reciben en las condiciones más óptimas de frescura directamente en el domicilio.

La fórmula es sencilla, pero no se practica demasiado: la empresa establece acuerdos comerciales con los productores, adquiriendo las frutas, verduras y legumbres que son rechazadas por los grandes supermercados por ser “demasiado pequeña, demasiado grande, o tener imperfecciones en su forma o color, pero que sin embargo tienen todas sus propiedades nutritivas y de calidad”, y así consiguen reducir su precio, evitar intermediarios que lo encarezcan y garantizar la mejor calidad, sin abusar de los envasados y plásticos, por sus eficientes procesos de manipulado y venta.

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179 kilos de alimentos en buen estado, por persona, acaban en la basura cada año.

El papel de los consumidores

Los consumidores son otro elemento más en esta cadena, y en este sentido, tienen  capacidad de decisión, y responsabilidad, sobre lo que compran y cómo lo compran. El ritmo de vida actual en los países más desarrollados lleva a que las empresas productoras y grandes superficies traten de ahorrar tiempo a los ciudadanos ofreciéndoles comida rápida y productos envasados congelados o precocinados, casi siempre utilizando elevadas cantidades de plásticos que nada más abrirse acaban en la basura.

Un reciente informe del Worldwatch Institute señala que en los últimos 50 años la producción global de plásticos ha experimentado un constante crecimiento. Sin embargo, su recuperación y reciclaje siguen siendo insuficientes y millones de toneladas de plástico terminan cada año en los vertederos y, lo que es más grave, en los océanos de todo el mundo.

Actualmente un ciudadano medio de cualquier país de Europa Occidental o América del Norte consume unos 100 kg de plástico al año, la mayor parte en forma de envases o embalajes. Y según el PNUMA, entre el 22% y el 43% de todo el plástico que se usa en el mundo termina en los vertederos.

Por eso, pequeñas acciones por parte de los ciudadanos, pueden contribuir a cambiar esta tendencia a gran escala. Gestos sencillos, como llevarse a casa la comida que sobra en un restaurante para evitar que se tire a la basura, adquirir alimentos con descuento por próxima caducidad -pero aún en perfectas condiciones- o hacer uso de bolsas de la compra reutilizables o de un carrito, son sólo algunos ejemplos.

A esto se suma la apuesta por el mercado de segunda mano -en ropa, electrodomésticos, muebles, etc.-, o la compra a granel, para ahorrar en envases de plástico o cartón.

El coste de la contaminación

Y es que, este despilfarro alimenticio, además del gran coste económico que supone, provoca graves impactos sobre el medio ambiente. Los alimentos que se producen y después no se consumen suponen un volumen de agua equivalente al caudal anual del río Volga, el más largo y caudaloso de Europa, y son responsables de la emisión de 3.300 millones de toneladas de gases de efecto invernadero a la atmósfera, según datos de la FAO, que estima que en el año 2050 la producción mundial de alimentos deberá incrementarse en un 70% para abastecer el aumento previsto de la población, que pasará de 7.000 a 9.000 millones de habitantes.

Ante estas cifras, el reto es evidente: alimentar a una población creciente en un entorno de escasez de recursos; gestionar el agua de forma sostenible; mejorar la eficiencia en los procesos, o mitigar el cambio climático, parecen los más urgentes.

Aunque sólo preocupara el aspecto económico, es hora de tomar medias. Porque las peores consecuencias del cambio climático, como los fenómenos climáticos extremos (olas de calor, incendios o sequías, entre otros), podrían poner en peligro más de 21 billones -europeos, es decir, millones de millones- de euros en activos financieros globales, el 17% del total, según datos de un estudio publicado recientemente en la revista científica Nature Climate Change y realizado por investigadores de la London School of Economics y del Centro Grantham de Investigación del Cambio Climático, en Reino Unido.

El Foro Económico Mundial de Davos ya alertó en una de sus últimas reuniones el pasado mes de enero, de que una catástrofe causada por el cambio climático “es hoy la mayor amenaza potencial para la economía mundial en el año 2016”.

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